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Seguridad, prestigio, guerra

La libertad hace muy difícil si no imposible dar una explicación absolutamente convincente de los hechos humanos. Así ocurre con las guerras. ¿Por qué hay crímenes, por qué se separan los matrimonios, por qué hay guerras? Es siempre una actitud prudente atenerse a los hechos y explicarlos por las posibles causas externas evidentes, aun a sabiendas de que no son la explicación absoluta, verdadera en el sentido de completa.

Toda guerra —ocurre incluso con las de conquista — es una lucha por la seguridad: responde a una situación de inseguridad y a un sentimiento de incertidumbre. El hombre no soporta ni la inseguridad ni la incertidumbre permanentes. Y así, la inseguridad política lleva a buscar la seguridad mediante la guerra, igual que la inseguridad y la incertidumbre social, si no son disipadas políticamente, pueden llevar a la guerra civil. En la de Iraq, han sido evidentes los motivos de inseguridad e incertidumbre. Norteamérica no hubiera hecho la guerra sólo por apoyar a Israel si no hubiera sido atacada, y por primera vez, en su propio territorio, añadiendo a la inseguridad la incertidumbre. Así pues, quizá no ha sido tanto una guerra preventiva, aunque la desproporción de fuerzas pueda hacerlo creer, como por la seguridad y para controlar incertidumbres. Tal vez, una guerra de autodefensa o pre-emptive action (acción de anticipación) conforme a una vieja doctrina político-jurídica anglosajona.

Desde ese punto de vista ha sido una guerra política, no una guerra moral, si bien no hay que descartar en modo alguno este componente emocional que lleva a incriminar al adversario negándole una solución honorable; aunque también es cierto que la presión pedida a la ONU tenía como uno de sus objetivos principales el dar una salida más o menos honrosa al tirano iraquí sin incriminarle. Frustrada por Francia con su amenaza de veto, que equivalía por una parte a una criptodefensa del régimen iraquí y por otra a la voluntad de aumentar su propio prestigio a cambio de dañar gravemente el de Norteamérica, quizá humillándola, esta nación, que no podía ya dar marcha atrás sin un grave desprestigio tal como estaban las cosas, tuvo que decidirse a afrontar sola la guerra dándole el sesgo, para disimular la cuestión del prestigio, de una guerra moral o «guerra por generosidad». En el fondo, esa misma frustración de la posibilidad de una salida honorable para solucionar el conflicto ha complicado la situación de la postguerra, tanto en el propio Iraq conquistado como en la esfera interna de Norteamérica y en la internacional.

El prestigio constituye una condición indispensable del poder, que no se reduce a la fuerza material; da crédito —uno de los elementos metafísicos del poder — y confiere influencia y autoridad. La Unión Soviética ha sido un inmenso bluff hábilmente mantenido durante décadas al haber sabido conseguir una posición de prestigio, acorde por cierto con la etimología de la palabra «prestigio», que encierra la idea de embaucar, puesto que, como se supo después, aunque tuviera una gran fuerza militar no era más que propaganda. Prestigio inmerecido que, sin embargo, engañó a muchos, concitó el respeto de bastantes y llegó a despertar cierta admiración entre sus adversarios, pudiendo hacerse pasar por una superpotencia.

De igual forma, un poder desprestigiado, lo que puede ocurrir por el no uso del mismo, deja de serlo. Si España no hubiese respondido con celeridad y bastante contundencia a la ocupación de Perejil, el desprestigio de España ante las demás naciones, especialmente en el norte de África, sobre todo ante Marruecos, hubiese sido muy grave, perdiendo la capacidad negociadora. La misma reacción de Francia frente a España, en Europa y Marruecos y el Sahara es, aparte de los intereses, una cuestión de prestigio. El prestigio es decisivo en política; hay que conseguirlo o conservarlo y explotarlo, y, en el extremo, el no perderlo constituye el motivo de muchas guerras.