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Ver al Papa
Alguien me ha repetido que alguien dijo públicamente que la actitud del Papa tiene algo de obsceno. Y que está de acuerdo. «¿Por qué?», le pregunté. «Ya no puede casi hablar, se está muriendo y ahí sigue, mostrándose», me contestó. ¿Y eso es obsceno? ¿Es que acaso la muerte es obscena? No para mí, desde luego. Al contrario, para mí que un ser humano tenga la humildad, la fuerza, la grandeza de ir perdiendo la vida sin esconderse, sin dejar de transmitir su mensaje, sin dolerse, es pura dignidad. Signo de sabio o santo. Y no entiendo, no puedo comprender por qué a esta sociedad le azora tanto ver la enfermedad y la muerte. ¿No es acaso algo tan natural como la salud o el embarazo? Antes estuvimos ahí, en el útero, en el vientre de esa joven mujer que camina. Luego fuimos solos. Al final nos llevan otra vez. Porque nos vamos yendo. ¿Es impúdico el Papa en su mirada, en su decir adiós? Para mí en absoluto. Para mí es una lección necesaria, que deben ver los niños y los viejos, que debemos grabar en la memoria. Para mí es saber que la muerte, vivida con aceptación, puede ser bella y dulce. Porque, ¿quién puede negar que hay belleza y dulzura en ese anciano? El Papa de blanco, con su cabeza ladeada, con su aliento mínimo, con su sonrisa a veces, es para mí un ejemplo de cómo puede uno partir sin amargura. Él nos lo está diciendo sin palabras.
La muerte, tema tabú, en estas sociedades de triunfo, juventud, deporte, cirugía e «Ikea Paradise», nos hace mentirosos. No queremos recordar que vamos a morir, no queremos hablar de que nos acompaña, no queremos verla ni en pintura. Pero, ella, la última que nos nombra, está ahí para todos. Y el Papa nos la muestra en todo su esplendor. ¿Eso es indecoroso? ¿Es absurdo el dolor, tener la valentía de mostrarlo?
Deberíamos tomar esa figura blanca, pacífica y luminosa, para contarles a los niños una realidad que esta sociedad desatinadamente les niega. Decirles, por ejemplo, que ese hombre que ya no puede andar y que apenas habla, se marchará pronto al cielo (todos los niños creen en el cielo). Decirles, por ejemplo, que sí, que está malito, que es mayor y está herido, pero que todavía quiere decirnos algo; por ejemplo, que hay que ser buenos, porque es mejor; que hay que hacer la paz, porque es mejor; que hay que morir sin miedo, porque es mejor. Al fin y al cabo, si no sabemos lo que hay después de la vida por qué no imaginar que es algo hermoso. O nada. Que la nada tampoco es terrible.
Yo no soy de doctrinas ni iglesias, y no comparto con Juan Pablo II muchas de sus convicciones, pero este Papa coraje es para mí ahora, con su sola presencia, testimonio de valor y constancia. Me consuela pensar en lo inmensa que puede ser una persona exhausta al borde de la meta. O de la muerte.
Del director
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