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El presupuesto
El tesoro público es la fuente material del poder político y el Estado es la forma política capaz de obtener ingresos con carácter permanente aun sin tener ninguna propiedad o rentas propias.
Por lo general, en Europa en cualquier forma política no estatal, los ingresos fijos del gobierno —de los príncipes — provenían de sus rentas particulares; podían incrementarlas ocasionalmente por conquista, apoderándose de bienes ajenos o exigiendo tributos a los vencidos, mediante tasas a cambio de ciertos servicios y, sobre todo, con aportaciones voluntarias o contribuciones del pueblo a cambio de alguna protección, ventaja o privilegio legal. Esto último puede extrañar hoy, pero las discusiones entre los príncipes y los gobernados sobre las cantidades que aquellos pedían y rogaban para sus empresas o actividades constituyen el origen de los Parlamentos, siendo, por cierto el más antiguo el habido en León en 1188; fue en España donde, dicho sea de paso, se inició así el sistema representativo. El Parlamento es el lugar donde se parla de las cuestiones relativas a la ayuda económica del pueblo a reyes y príncipes para sus empresas. Todo empezó a cambiar al aparecer el Estado.
El Estado proporcionó a los príncipes un aparato de poder con que podían exigir «contribuciones» con o sin aquiescencia de los gobernados transformándolas en impuestos; los impuestos, fruto del poder estatal, son gravámenes sobre la propiedad y las rentas de aquellos, transformados así a su vez en súbditos, sometidos. Son consustanciales al Estado: el Estado impone los impuestos de los que vive, por lo que su departamento principal —vital — es el de Hacienda. La Hacienda creó el Estado y luego el Estado la ha impulsado extendiéndola indefinidamente por el campo de la economía privada. Por este motivo, los viejos Parlamentos de origen medieval fueron perdiendo importancia salvo en Inglaterra, donde el Parlamento se impuso a los reyes. Allí se sigue hablando de tasas (taxes), no de impuestos.
La revolución francesa no anuló los impuestos, pero reivindicó el derecho a que al menos fuesen discutidos y consentidos por los obligados al pago a través de sus representantes. Mas, de hecho, la representación, según está articulada, confiere al representante un poder sobre el pueblo como del monarca, y los representantes —cuatrocientos reyes en vez de uno solo, dijo Tocqueville — , que encontraron beneficiosos para sus intereses los impuestos, los aceptaron como medio normal de financiar el poder estatal del que participan, por lo que han seguido creciendo indefinidamente.
En el siglo XIX, un ministro francés dijo a los representantes al presentar por primera vez como un caso excepcional un Presupuesto que alcanzaba 500.000.000 de francos: «Señores, ¿saludad esta cifra! ¿No la volveréis a ver!» Y así fue.
El Presupuesto, tal como está concebido, es una herencia de los príncipes absolutos. Lo determinante son los gastos, no los ingresos: el Estado se permite el lujo de fijar primero los gastos que quiere hacer, y establece luego los impuestos necesarios (y/o el déficit, que es una forma indirecta de aumentarlos), al revés de lo que hace cualquier particular, si bien a este último se le ha acostumbrado a vivir también del crédito. Las discusiones parlamentarias sobre el Presupuesto —los gastos — son — debieran ser, salvo algún acontecimiento excepcional — , el principal acto político. Sin embargo, hace tiempo que no es así. Se resuelven burocráticamente y los inermes ciudadanos se han acostumbrado a verlo como un trámite, lo que evidencia hasta qué punto está viciada la representación política.
Si todavía se pudo decir a principios del siglo XX que «el Presupuesto es el esqueleto del Estado privado de todas las ideologías engañosas» (Goldscheid-Schumpeter), hoy sólo es cierto para los súbditos que tienen que sufragarlo. En el Estado de Partidos, el Presupuesto está al servicio de sus intereses y criterios; ni siquiera de los intereses objetivos del Estado.
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