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El dichoso divorcio

Políticamente, el divorcio es sólo un bache en la biografía de una persona, sobre todo cuando no hay hijos. Para los no católicos (ateos, protestantes, musulmanes) se borra con otro matrimonio. Para los católicos, con una confesión y una boda canónica. Así que el divorcio de Letizia Ortiz Rocasolano y Alonso Guerrero es perfectamente superable desde el punto de vista institucional. ¿Por qué entonces tanto follón con la dichosa ruptura (el 30 por 100 de quienes se manifiestan contrarios a esta boda aduce fundamentalmente esta razón)? En lo que a mí respecta, porque el divorcio revela falta de constancia, y la bondad de la Monarquía radica precisamente en lo contrario, en la permanencia. La Corona garantiza un rostro constante para España a través de los siglos y frente al mundo entero —el de una familia concreta — , y proporciona la solidez de una instancia superior a los partidos políticos en un país con demasiadas guerras civiles en la memoria. De hecho, dada la desmedida afición de los españoles a matarnos los unos a los otros siempre me ha parecido insensato anteponer el sueño de una posible república a una Monarquía presente y eficaz. Más vale pájaro en mano que ciento volando, y muchos españoles piensan como yo. Ahora bien, la carne de la Monarquía son los monarcas. Gente poco común, dispuesta a ofrecer la vida por el bien de la nación. Hombres y mujeres preparados para someter sus gustos y su agenda al protocolo y la representación. Listos para dar la mano y sonreír durante horas. Para viajar donde no desean y visitar a quienes quisieran perder de vista. Prestos a ser vigilados 24 horas al día por el ojo público. Y entregados a tapar cada debilidad, cada disputa conyugal, cada disgusto en aras de la solidez del sistema. El común de los mortales se divorcia cuando no puede más. Bien, pues un rey y una reina no pueden no poder más. Sacrificar así una existencia sólo es posible cuando una educación excepcional garantiza un amor también excepcional a la patria. Una persona puede ser culta, brillante, bella, trabajadora y sin embargo carecer de una virtud tan rara. Porque tal amor al bienestar común no se aprende ni en la universidad ni en la carrera laboral. Es el tronco de una personalidad férrea y muy especial. ¿La tiene doña Letizia Ortiz? Seguramente sí. Pero como el divorcio es parte de una cultura de la evanescencia, de lo fútil, del «usar y tirar cuando me canso», no es de extrañar que surjan temores a que sea hija de semejante concepción de las cosas. No es el divorcio lo que preocupa. Es el temor a que la futura reina sea, como la mayoría de nosotros, incapaz del servicio total que exige la Corona. Perdóneseme este exceso de sinceridad.

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