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Iglesia y Unidad Nacional

El arzobispo de Toledo, Antonio Cañizares, ha defendido el valor moral de la unidad nacional y ha instado a la Conferencia Episcopal a elaborar una reflexión sobre este asunto, a pesar de que la posición favorable quedó ya patente en la Instrucción pastoral sobre terrorismo y nacionalismo aprobada en noviembre de 2002. Las declaraciones de la jerarquía católica española sobre asuntos políticos suelen recibir una mezcla de tergiversación, incomprensión y fiel escucha. Tienden a prevalecer las dos primeras. Por lo demás, suele producirse un agravio comparativo en la atención y difusión según el sesgo político de las opiniones. Se airean los desatinos de monseñor Setién sobre el nacionalismo vasco y se pasa casi de puntillas sobre las reflexiones impecables de monseñor Sebastián sobre el terrorismo. Sobre todo desde la izquierda, la estrategia suele consistir en aplaudir, si coinciden con sus tesis, y en reprobar la «inaceptable intromisión» y el talante cavernícola, cuando no. No es improbable que suceda esto último en el caso de la defensa moral de la unidad nacional esgrimida, con razón y autoridad, por monseñor Cañizares. No hay que descartar que incluso se llegue a invocar el laicismo como argumento en favor del silencio episcopal.

Al menos, la Iglesia tendrá derecho a pronunciarse sobre todos los problemas que afecten a la moral. Y éste de la unidad nacional afecta y mucho. No se trata sólo de un problema político de definición del titular de la soberanía ni de delimitación del ámbito territorial de la competencia estatal. No estamos ante un asunto meramente jurídico, aunque si así fuera no cesaría el derecho de la Iglesia a opinar. Y no es sólo cuestión de derecho sino también de deber (con perdón). Se trata de una cuestión moral porque afecta al fundamento de la convivencia y a la paz y al bienestar sociales. Del mismo modo que el magisterio de la Iglesia española, dirigido por el cardenal Tarancón, asumió la defensa moral del proceso político de la transición a la democracia, debe ahora asumir la defensa de la unidad nacional frente al nacionalismo radical y su invocación a la tribu y al regreso a la barbarie cívica. Los valores (es un decir) del nacionalismo radical son ajenos al sentido y a los valores universalistas del cristianismo. Además, la persecución de quienes no son nacionalistas atenta contra la dignidad del hombre. Si la senda constitucional tenía un sentido moral, el camino de sentido inverso que lleva a la destrucción, que no reforma, de la Constitución también lo tiene. Hay que distinguir entre la moral y el Derecho, pero éste posee siempre una dimensión moral. Romper la unidad nacional no es sólo un error político e histórico sino también moral. Y a quien le moleste, siempre le queda el recurso de reflexionar, argumentar y, en su caso, rectificar. La defensa de la unidad nacional no sólo es un derecho de la Iglesia; es también un deber. No todo lo que pertenece al César es ajeno a Dios.

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