Amor por los clásicos
Creo que podría trazar de manera bastante exacta el momento en que comencé a desconfiar de Felipe González. Fue cuando supe que al escuchar que un niño se llamaba Héctor, le felicitó por tener un «nombre bíblico». No es obligado ciertamente que una persona llamada a presidir un gobierno sea un erudito pero que muestre de manera tan clara que ignora la Biblia y los clásicos resulta escalofriante.
Intuí entonces que el desaguisado que semejante ignorante podía provocar en la enseñanza primaria y en la universidad sería colosal. Me quedé, por desgracia, corto pero ése es otro tema. Porque González no era un fenómeno aislado. Era un botón de muestra de la deplorable ignorancia de los clásicos que bulle por doquier bajo las banderas de la progresía. Apenas hace unos meses tuve que escuchar cómo un periodista decía que su último libro completaba una «sexalogía». El citado pendolista —cuyo nombre callo por caridad cristiana y cuyos libros sobre la guerra civil son deleznables por su ignorancia sectaria — seguramente habría escrito antes una cuatrilogía y una quintología... Y es que el estudio de los clásicos, el conocimiento del latín y del griego, la lectura de Sófocles, de César o de Virgilio no se reduce a una mera cuestión curricular. Por eso cuando, por ejemplo, hay quien se jacta de haber suprimido el griego en el bachillerato y aduce razones tan extraordinarias como que así habrá más horas de matemáticas, lenguas modernas o vascuence, no asistimos a una manifestación de avance educativo sino de retroceso humano.
Hace apenas unas semanas, en el curso de una entrevista radiofónica, Rodríguez Adrados me respondía que era indispensable para comprender la democracia conocer, por ejemplo, cómo esa forma de gobierno se desprestigió totalmente en la Atenas del siglo V a. de C. Estaba cargado de razón. La función fundamental de la educación es moldear seres humanos civilizados. Semejante tarea, sin embargo, resulta imposible cuando dejamos de creer en nuestra civilización —la que se asienta en el Calvario, en la Acrópolis y en el Capitolio — y optamos por la ignorancia y la dictadura de lo políticamente correcto. Por ese camino, no vamos hacia una libertad y una sabiduría mayores. Sólo nos desplazamos, de manera constante e inexorable, hacia la barbarie. Beneficie a quien beneficie.
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