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El asco navideño

Con las bolas del árbol, las luces y los villancicos florece todos los años la plaga inquietante de los lamentos. No sólo la lógica pena de quienes echan de menos a los seres queridos que han muerto. Sino la epidemia de comentarios, artículos periodísticos y libros de quienes dicen aborrecer la Navidad. Las fiestas tienen sus pegas, pero ni todo el tráfico del mundo, ni los pavos más grasientos e indigestos, ni los villancicos horteras bastan para explicar determinado rechazo. Cuando una persona dice que desearía que nadie celebrase la Navidad, o cuando escribe que en estas fechas se marcharía a Thailandia, está expresando algo más que un leve malestar. Creo entender ese sentimiento. Tengo el privilegio de pertenecer a una familia que siempre ha cuidado mucho la Navidad. De niña mi casa olía a galletas y desde entonces ponemos el belén y el árbol todos juntos. Me encantaban las fiestas. Sin embargo, cuando alcancé la adolescencia y reventó dentro de mí la pregunta sobre el sentido de las cosas empecé a dudar de ella. A lo largo de una juventud bastante descreída aprendí a recelar de esos cantos, esos adornos hermosos que prometían mucho pero no daban nada. La Navidad despertaba anhelos y deseos infinitos, que nada ni nadie colmaban. Después me fui convirtiendo y la fe me devolvió, entre tantas cosas, la alegría infantil de las Pascuas, que no es otra cosa que la certeza de la íntima positividad de lo que nos rodea. El conocimiento de que hay un destino bueno y que el misterio infinito no sólo existe, sino que te ama y teje cada instante para ti. Desde esta experiencia entiendo a los que odian la Navidad. Si uno ha perdido la esperanza y lleva años bebiendo la vida como si la muerte fuese el final, esta explosión de luces y colores debe parecerle una gigantesca sandez. Es más, si va hasta el fondo, debe de odiarla como expresión de la irracionalidad de una sociedad que repite tradiciones estúpidas por inercia. Esto explicaría tanta queja coyuntural por el consumismo, el ajetreo o las reuniones familiares. De hecho, nuestra sociedad es consumista todo el año, es agobiante a menudo y tiene problemas familiares habitualmente. Algo conserva la Navidad, pese a la secularización general, que es capaz de ponernos año tras año frente a nuestras dudas e inquietudes esenciales. La historia de Europa es tan potente, las raíces tan profundas que los restos de la cultura cristiana siguen representando un desafío para el que ahonda un poco dentro de sí. Naturalmente todo esto ocurre entre montones de personas que beben, cantan y gritan a lo tonto, sin preguntarse nada ni ir más allá. Pero el que no es así puede entenderme. A mí me conmueve la Navidad. El que la Belleza, el Bien y la Justicia eternos se hayan hecho carne, esto es, que a partir de ese momento de la historia nuestra vida, nuestra pequeña vida pueda paladear ya eso me llena de agradecimiento. Pero he de reconocer que, de no ser cristiana, estas fechas me llenarían de tristeza y de rencor por el vacío de un Dios tan celebrado y tan inexistente. Queridos lectores, les deseo sinceramente una muy Feliz Navidad.

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