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La nación y la democracia
Nación y democracia son dos maneras de autogobierno que han confluido modernamente. En principio son aliadas e históricamente ha sido el Estado Nación surgido en la revolución francesa el resultado de esa alianza. Pues el Estado, que ha hecho las naciones —primero como Estado Monárquico, luego como Estado Nacional — , en tanto igualador es, decía Ortega, democrático en su raíz: según el concepto puro de Estado, ante el Estado, en el Estado, dentro del Estado o bajo el Estado, todas las personas son iguales y libres. Sin embargo, hoy parece como si la democracia, al disolver todos los lazos, se hubiese constituido en el enemigo de la nación; pues, radicalizando el individualismo e internacionalizándose disuelve el sentimiento, los intereses y la voluntad nacionales.
No obstante, históricamente en el sentido moderno y contemporáneo, Nación y Democracia en tanto dos formas de expresar el autogobierno, una como un todo y la otra como el conjunto de los individuos que la forman, son en realidad consustanciales: no hay nación sin democracia ni democracia sin nación. Nación y democracia constituyen un par dialéctico, siendo la nación —el Estado Nacional en el continente europeo — la forma política de la democracia moderna.
Ahora bien, si por una parte se radicaliza el imperio de la democracia haciéndola penetrar en todo sin circunscribirla al círculo propio de lo Político, el individualismo democrático, guiado a la postre por el espíritu del bienestar, disuelve el sentimiento nacional, disgrega los intereses nacionales, comunes, y debilita la voluntad de la nación reduciéndose la nación política a una abstracción, como la que ha dado en llamarse patriotismo constitucional: la Constitución más que como regla de juego de planificación de la democracia cuyo principio, la libertad política, cede el sitio a la igualdad política. Es el dilema de Tocqueville, según el cual, si prevalece la igualdad sin contradicción, esta última deviene formal al ser una igualdad sin contenido político, puesto que la política está ligada a la libertad y no a la igualdad; la misma política igualitaria, mientras sea política y no otra cosa tiene por objeto la libertad política. La igualdad como principio político, sólo tiene sentido como igualdad jurídica, no como igualdad social o económica; estas últimas, al final son sólo igualdad meramente administrativa; así ocurre hoy en día en Europa, donde la primacía otorgada a la igualdad social y económica sobre la libertad política destruye también de hecho la igualdad jurídica al privilegiar inevitablemente, con la ley, a los distintos grupos sociales en concurrencia mediante la política social, que incluye la política económica.
Esto por una parte. Por otra, al contrario, el nacionalismo, en tanto radicalización del sentimiento nacional por la primacía absoluta —totalitaria — otorgada a la igualdad al incluir en ella la igualdad étnica, lingüística o cultural reales o supuestas frente a los intereses, destruye la homogeneización deviniendo fácilmente en particularismo contrapuesto a la democracia; en realidad la destruye reemplazándola sin matices por la oligarquía. La democracia y la nación se convierten así de aliados naturales en adversarios e incluso en enemigos.
Es lo que está ocurriendo en España. Por un lado, la nación, particularizada como nacionalismo —el «¿sé tú mismo! ¿Llega ser lo que eres!» como dice P. Manent — democráticamente constitucionalizado, está destruyendo de diversas maneras la democracia, y por otro, la democracia social y económica — la democracia igualitaria — destruye, lo mismo que en otros países, la nación, cuyo concepto implica el libre equilibrio de los sentimientos, los intereses y la voluntad de sus miembros colectivos e individuales.
La nación política y la democracia política no son incompatibles, puesto que su relación es dialéctica. Pero si se inclina excesivamente al Estado hacia la democracia se daña a la nación, y si se antepone la nación se perjudica la democracia.
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