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Pseudonacionalismo y Estado

El nacionalismo más vigoroso es en España seguramente el separatista consagrado indirectamente en la Constitución bajo la inspiración del consenso, al incluir una mención genérica a las nacionalidades reconociendo y legitimando así su existencia. Si hay un asunto de la Constitución que debiera retocarse es este: o bien estableciéndolas claramente reconociendo su derecho a constituirse en Estado o bien negándoselo. De una u otra manera se acabaría con el estado de revolución permanente que ha introducido el texto constitucional que es lo que más contribuye a que la transición se haga interminable. Pues, de hecho, las autonomías —comunidades, también según el mismo texto, cuando según la historia verídica, no la inventada, sólo son antiguos reinos o condados, regiones históricas, y no todas — , por el efecto contagio y el apetito de las oligarquías regionales, una tras otra aspiran o aspirarán a ser Estados, tácticamente para no asustar demasiado, Estados Asociados, o alguna otra patochada, más que unidos reunidos en torno a la Corona como pretexto.

Ahora bien, el argumento principal de estas absurdas autonomías se apoya en la vieja forma política imperial española de la época moderna, la Monarquía Hispánica, Católica o Monarquía de España, fenecida con el Estatuto Real de 1834, que reunía los distintos reinos en la persona del rey. Mas, la pura verdad es que ninguno de esos reinos u otras denominaciones era nación, nacionalidad o algo parecido: se trataba a lo sumo de formas de autogobierno, selfgovernment, Selbstverwaltung, por el que Nápoles, el Franco-Condado, Aragón, Cataluña, Galicia, Castilla, los Virreinatos americanos, etc., que formaban el inmenso Imperio, se regían en parte por su legislación antigua y propia. Basta leer el libro que mejor ha estudiado hasta ahora el tema, La Monarquía de España en el pensamiento político europeo de Luis Díez del Corral, aunque hay mucha literatura al respecto. En ningún caso se trataba de naciones y menos de Estados-nación incoados; sostenerlo es un gravísimo anacronismo o una tontería.

Lo de la Nación en sentido político, como titular de la soberanía en lugar del rey, vino después, con la revolución francesa, a la verdad, sin gran repercusión práctica en España, casi más bien retórica; lo de las nacionalidades procede de la revolución burguesa de 1848; y lo de la autodeterminación —no hay auténtico derecho de autodeterminación si por derecho se entiende precisamente Derecho, como ha mostrado Antonio García-Trevijano, un gran jurista, en estas mismas páginas — fue un invento del presidente Wilson al acabar la primera guerra mundial para justificar el desmembramiento, más bien desmontaje, de la Monarquía austro-húngara de los Habsburgo, tan nefasto para Europa: cabe decir que fue, en cierto modo, lo que determinó toda la historia posterior del siglo XX.

El verdadero problema consiste en que, al venirse abajo esa forma política imperial —Gustavo Bueno acaba de rescatar con razón aplicándola a España la idea de Imperio como una suerte de constante — se hizo evidente que en España — y no está de más recordar que en la guerra de Independencia precisamente la Junta de Cataluña pidió que en lo sucesivo «no se hablase más que del santo nombre de España» — , no existía el Estado, como también mostró Díez del Corral. De modo que toda la historia del siglo XIX estuvo determinada por el intento de instituir un Estado, consiguiéndolo al fin Cánovas del Castillo, aunque a la larga resultase ineficiente. Tanto que en 1936 tuvo lugar la guerra civil, forma de lucha que prueba la debilidad del Estado. Pues el Estado es, por definición, la antítesis de la guerra civil. De los restos de aquel Estado o sobre ellos se configuró luego el primer Estado Nacional, homogeneizador, que pedían muchos regeneracionistas, entre ellos Ortega. Sin duda con sus defectos, pero Estado, cuyos elementos o requisitos básicos según la teoría estatal son: ejército, hacienda, burocracia y derecho público común. Lo demás son ideologías, deseos o abusos confusos, difusos, profusos y obtusos.

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