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El Impostor Helmut Newton

Nunca he participado de ese pasmo casi unánime que durante décadas ha suscitado Helmut Newton. Incluirlo en la restringida nómina de fotógrafos que han hecho de su oficio un arte se me antoja tan estrafalario como encumbrar a Sacher-Masoch a la categoría de fundador de la novela contemporánea, o comparar a Tinto Brass con John Ford. Anticiparé que el hastío que siempre me ha provocado el difunto Newton nada tiene que ver con escrúpulos de índole moral, ni mucho menos con sus preferencias fetichistas, que en cierto modo comparto, como demuestra mi veneración por Bettie Page, musa underground de cierto erotismo turbio y malsano. Algunos creadores que han hecho del fetichismo un signo de identidad estética -pensemos en Ramón Gómez de la Serna o en Luis Buñuel- se cuentan entre mis favoritos; pero en ellos el fetichismo no es aderezo ni ornamento, sino cifra de un universo intransferible, que a veces resume su visión del mundo como bazar inagotable sobre el que el artista ejercita sus juegos malabares -Ramón- y a veces representa una expresión de pulsiones subversivas que resquebrajan las convenciones burguesas, como ocurre en Buñuel. El fetichismo de Helmut Newton, en cambio, es mampostería hueca, pacotilla que oculta, no el horror vacui, sino el vacío propiamente dicho. A esta aplastante vacuidad de Helmut Newton le han buscado sus exegetas simbolismos tan pomposos como rebuscados que no han logrado sino inflar el bluff. Porque, por muy superferolíticos que nos pongamos, el (presunto) arte de Newton es mentirilla y aspaviento de impostor; dentro de cien años, cuando su prestigio se haya desvanecido, sus fotografías serán consideradas como pornografía para snobs con ínfulas de millonetis.

El tema recurrente de Helmut Newton es la cosificación de la mujer. Si hubiera tenido el valor de retratar paralíticas en su silla de ruedas o muertas quietecitas en su ataúd podríamos reconocerle, al menos, cierta desfachatez provocadora. Pero Newton trabajaba para halagar a los ricos, o a los pobres diablos que aspiran a serlo algún día; de modo que sus fotografías poseen un aire complaciente, esteticista, de un lujo pueril y recargado, como de fantasía sexual para ejecutivos de empresa a quienes ya no se les empina y sueñan con una secretaria en paños menores que les propine azotitos en el culo. Newton no retrataba mujeres, sino muñecas, porque le abrumaba la complicada sicología de la mujer, la sexualidad incontrolable de la mujer. Newton odiaba la vida, o quizá simplemente no la comprendía: por eso convertía a sus modelos en maniquís o trofeos cinegéticos pasados por el taller de un taxidermista. Todo ese rollo, más casposillo que trasgresor, de la lencería barroca, los adminículos de cuero, los uniformes castrenses, las prótesis ortopédicas y demás parafernalia sadomaso con que adornaba sus engendros no logra ocultar su incapacidad para retratar la vida. Quizá confunda a los incautos, pero su (presunto) arte resulta a la postre tan patético como la sexualidad del ancianito que se compra a través de internet unos zapatos de charol usados por una dominatrix, para guardarlos en una hornacina y aspirar antes de acostarse su aroma fósil, que le sirve de somnífero.

Ese mismo aroma fósil, putrefacto y delicuescente desprenden las fotografías de Newton. Habrá quienes descubran en esas mujeres reducidas a cachivaches que dejan escapar de los labios un mohín de aburrimiento -como los animales disecados dejan escapar por las costuras un amasijo de borra y serrín- no sé qué pamplinas posmodernas; yo sólo descubro la tristeza irredenta de quien ha olvidado cómo se echa un polvo en condiciones. Lo cual ya tiene delito, en plena era del viagra.

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