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Escuela y religión: hacia una solución justa

El estatus de la religión en la educación se está viendo sujeto a los vaivenes derivados de la alternancia de los partidos en el poder. Casi todos estamos de acuerdo en que sería muy deseable alcanzar una solución duradera y justa (no discriminatoria para nadie), y la moratoria del PSOE en la aplicación de la Ley Orgánica de Calidad de la Educación (LOCE) parece que, afortunadamente, va en esa dirección. Mi propósito aquí es demostrar que la estricta aplicación de la Constitución, con la ayuda para su interpretación de algunas sentencias del Tribunal Supremo, conduce a una solución inequívoca que, además, resulta de sentido y de respeto común.

La Constitución dispone en el artículo 27.3 que «Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones». Lo primero que llama la atención es que no se dice que esa formación deba tener lugar en la escuela, en los centros financiados con dinero público, pero supongamos que se quiere que sea así. En este caso, es ineludible tener en cuenta que las convicciones de los padres pueden ser muy, muy diversas. Se estima en varios miles el número de religiones existentes. Y muchas personas no se reconocen en ninguna: son irreligiosas o incluso antirreligiosas; algunas preferirían que se fomentara en sus hijos un humanismo ateo como una alternativa racionalista a las religiones. Podría llegarse a situaciones concretas (cursos) en que tendría que haber casi tantas asignaturas alternativas como alumnos, pues en este terreno no vale garantizar sólo la formación en las convicciones mayoritarias: ninguna debe tener un trato preferente. La sentencia de 3/02/94 del Supremo recuerda que el principio de igualdad «proclamado por los artículos 9 y 14 de la Constitución, del que se deduce que no es posible establecer ningún tipo de discriminación o de trato jurídico diverso de los ciudadanos en función de su ideología o de sus creencias (...), significa que las actividades religiosas de los sujetos de derecho no pueden justificar diferencias de trato jurídico»; la sentencia cita al Tribunal Constitucional: « Todas las instituciones públicas, y muy especialmente los centros docentes, han de ser, en efecto, ideológicamente neutrales».

Este reconocimiento de la diversidad e igualdad jurídica de las convicciones, junto con la constatación del derecho de los padres sobre la formación moral de sus hijos, llevó al Supremo (sentencia de 30/06/94) a una declaración de impotencia con un sorprendente tono, próximo a la chanza: «los poderes públicos no pueden garantizar que en todos y cada uno de los puntos del territorio nacional existan colegios o centros de enseñanza que respondan a las preferencias religiosas y morales de todos y cada uno de los padres españoles, pues eso sería tanto como exigir la existencia de cientos, miles o millones de colegios, tantos como progenitores con ideas religiosas o morales distintas existan en una localidad determinada». Donde dice colegios podría decir asignaturas alternativas.

Pero es que eso está lejos de ser todo: las convicciones de bastantes padres incluyen unos deseos conciliadores y convivenciales que les llevan a pedir que no haya ninguna asignatura específica de proselitismo de «convicciones»: tampoco de las suyas. En mi opinión, una serie de consideraciones morales, educativas, sociológicas y científicas (que aquí no caben) apoyan esta posición. Repárese en que, en la escuela actual, niños de las más tiernas edades conviven en todas las asignaturas salvo cuando toca Religión: ¿la Religión es lo que los separa!

En cualquier caso, ¿no es insostenible que el supuesto derecho de unos alumnos a recibir clases de «convicciones» obligue a quienes no las desean a recibir clases de «algo» que, además, según diversas sentencias, debe parecerse a «nada», pues no debe redundar en una mejor preparación académica? De hecho, en pleno acuerdo con las consideraciones anteriores y con un sentido común poco discutible, el Tribunal Supremo (sentencia de 1/04/98) dijo que «no existe pues norma jurídica que exija la existencia de actividades complementarias paralelas y simultáneas al estudio de la Religión para quienes no decidan elegir su estudio». Ésta es una de las sentencias en que se apoya el PSOE cuando se opone a la opción de «Hecho religioso» (contemplada en el desarrollo de la LOCE) y arguye que, según el Supremo, «los padres tienen derecho a que sus hijos puedan recibir religión, pero eso no puede comportar la obligación para los demás de cursar otra materia concreta». Lo cual nos llevaría a que mientras que den Religión —una Religión — los que lo deseen, los demás puedan no recibir clases de ningún tipo. Sin embargo, sabemos que esta solución genera quejas justas por los dos lados, el de los religados y el de los relegados. Por ejemplo, la de que es inadmisible privar de horas lectivas a estos últimos.

Hay quien —ignorando la señalada diversidad de convicciones — propone como alternativa a la Religión una asignatura sobre derechos humanos, o sobre valores cívicos o constitucionales, que promueva la convivencia en la diversidad (si bien éstas son materias principalmente transversales: deben impregnar todo el sistema educativo) y que valga para todos. Sin embargo, si se impone como alternativa, de ese «todos» estarían excluidos, precisamente, los alumnos de Religión: ¿acaso el adoctrinamiento católico, musulmán, protestante, judío hace innecesaria esa educación para la convivencia? ¿No tienen las religiones — por muy bienintencionados que sean sus propósitos originales — un papel como generadoras o nutridoras de conflictos, incluidos muchos de los más graves enfrentamientos armados pasados y actuales, e incluidas algunas formas de terrorismo especialmente devastadoras? Algo similar puede argüirse con cualquier otra alternativa realmente educativa: también deberían cursarla los de Religión. Pero si la asignatura se implanta como común, de nuevo tenemos a la Religión sin alternativa.

Es evidente, por tanto, que la única solución satisfactoria es que la Religión (y sus «millones» de alternativas) salga fuera del currículum escolar, que no se imparta en los centros de enseñanza financiados con fondos públicos. Esto significaría una escuela laica, que al fin y al cabo es la que corresponde a un Estado que se declara no confesional y defensor de la libertad de conciencia. El Estado defendería el derecho de los padres a educar a sus hijos según sus convicciones precisamente no inmiscuyéndose en el asunto, dejando en libertad la iniciativa de los padres (una «protección indirecta», que diría el Supremo). La Iglesia católica en particular no tendría mucho motivo de queja por dejar de recibir en este asunto un trato preferente e incompatible con un Estado aconfesional, pues, incluso al margen de la escuela, posee un formidable aparato de indoctrinación: locales, instructores y medios económicos y propagandísticos no le faltan.

Soy consciente de que esta conclusión, derivada racional y razonablemente de la Constitución, entra en conflicto con los acuerdos (de 1976 y 1979) entre nuestro Estado y otro Estado, la Santa Sede. Pero debe ser evidente que el problema está en la pervivencia de estos acuerdos (que se cerraron antes de que se aprobara la Constitución y que meramente actualizaron el Concordato que en 1953 ponía letra al nacional-catolicismo, otorgando a la Iglesia católica unos privilegios desorbitados), pues nadie pondrá en duda que no deben aplicarse si perjudican derechos fundamentales amparados por nuestra Carta Magna.

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