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A las catacumbas
El cristianismo, catolicismo después, ha sufrido, alternando con momentos de poderío, diversas épocas de persecución a lo largo de la historia, y siempre pagaba con la vida de sus fieles porque la demanda era el exterminio físico, como se correspondía con la civilización del momento (circos romanos, guerras santas, paseos al amanecer) y, como ahora el fariseismo de la sociedad rechaza ciertos derramamientos de sangre (otros no, claro), se emplea la sutilidad de la persecución mediática, con campañas de desprestigio planteadas de muy diversos modos para disuadir a la grey. Una de ellas es la recomendación de que el creyente no siga aquella doctrina de la Iglesia que no considere conveniente, con lo que se crea la figura del católico no practicante, logrando una gran masa de disidencia que ningún soporte presta a su propia comunidad, antes al contrario, es usada como ejemplo de coherencia de pensamiento y conducta.
Se han apoderado tanto de dar consejos a los católicos y se han erigido de tal modo en maestros del sanedrín, que se soliviantan si la verdadera jerarquía, valiente una vez más, se dirige a «sus» fieles con textos de conducta cristiana, cuando, fuera de la organización como están, no les asiste ningún derecho para inmiscuirse. Muy acostumbrados a decirle al vecino lo que ha de hacer a costa del bolsillo ajeno: patrimonios de la humanidad; parques naturales; nacimientos; enseñanza, etc., ¿cómo no van a recetar qué libertades tiene el emparejamiento?
La revolución sexual, una carga de profundidad más contra el catolicismo, que se proclama a mediados del siglo pasado, ofreció una liberación de ataduras. Sexo sin compromiso, con automáticos procesos de separación y divorcio, y tragedia de niños (en nuestro país más de 60.000) huérfanos de padre y madre originarios. Sexo sin procreación, con total desprecio de la vida que ha de llegar (70.000 abortos al año) y, por simetría, proclamación de la eutanasia. Sexo sin amor, por mero intercambio de placeres; si fácil y frecuente, mejor y, cuando ya no se satisfaga el apetito por hastío propio de la sobrealimentación, se cambia de manjar. Y cuando ese cambio de guisos tampoco satisfaga, se hace una mutación completa y se va al sexo sin sexualidad, entre ellos o entre ellas, que reúne los tres: sin compromiso, sin procreación y sin amor.
La fortaleza del matrimonio es la base de la unión de la familia en la que no caben ni los abandonos ni las falsedades. Es producto de espíritus capaces del sacrificio por los suyos (antes que por los demás, con la consigna acomodaticia de «todos café», del usar y tirar que ahora se lleva). Lo que sucede es que la sociedad se ha construido sobre el placer y, por él, se vende todo, desde los hijos a la mujer. Ahora el plato de lentejas es el automóvil, el abrigo de pieles, el piso, el veraneo y el relax y, por supuesto, el sexo libre, gratuito y fácil. «Como ya tenemos el piso y hemos comprado el coche, ya podemos tener el niño». A tal nivel hemos puesto al hombre en nuestra cultura (él sí que es una especie en extinción y no las que protege la hipocresía de algunas ONG), que ¿cómo va a ser capaz esa sociedad de consagrar la fidelidad?.
Los marcos legislativos y las pautas culturales que defienden algunos como grandes mejoras que se han logrado por la nueva sociedad, ya se ve que no están sirviendo para nada porque con ello no se restablece el amor que predica la Iglesia. Se fracasa igual que con la corrección de otros crímenes y delincuencias
Y, malintencionadamente, se le ha bautizado con el cursi, falso y horrible español de hacer el amor (del americano «make love»), vendido ya hace muchos años en contra de la guerra.
Y, malintencionadamente, se le ha apodado violencia de género, para meter en el conjunto a cualquier tipo de parejas (juntados, divorciados, civiles, católicos), cuando de sobra saben que los matrimonios católicos practicantes no presentan mayoritariamente esos problemas porque tienen la ayuda de un sacramento en el que creen. En esa falsedad que les caracteriza (la televisión está repleta de películas de sexo y violencia, por más que finjan), miran para otro lado con los demás abusos, hasta la sexual, para con los hijos propios, o la que se alza contra los progenitores. O la que se desata entre los del mismo sexo, con celos incontrolados que derivan en ataques de sadismo. Aquí ya no se trata del género, porque no existe. ¿Cómo la apellidan? Si, hombre, sí, la violencia del armario.
¿Que antes no se denunciaba? Pues, aun admitiéndolo, no permite sacar ninguna conclusión por falta de datos y cualquier afirmación que se base en ello es nula por definición.
Si no creen en la relación causa-efecto entre los tipos de emparejamiento y la generación de la violencia, no tienen más que echar mano de las estadísticas y ver qué grado de formación religiosa tienen los protagonistas. Cuando de todos es sabido que los hijos, hasta que van alcanzando la madurez, necesitan el soporte (físico y afectivo) de los padres, resulta de la mayor hipocresía negar que el niño sufre con la separación de los padres y con la disminución de, al menos, la mitad del calor que recibiría. Pregúntenles. El que más y el que menos tiene varios padrastros y diversas madrastras, igual que ellos tienen varios esposastros y esposastras. Como, además, todo lo mueve el sexo, el varón es cazado (tan ansioso él) con la descendencia y, dado que siempre es el caso del viejo con la joven (nunca la vieja con el joven) la prole disgregada va aumentando (imposible atenderlos a todos) aunque se la exhiba conjunta en actos familiares o sociales Vamos, la oficialidad de la poligamia, revestida de alternancia temporal por periodos. Más fariseísmo.
Con 2000 años defendiendo la dignidad del ser humano y el papel de la sexualidad en la realización de la persona, la Iglesia ha tenido que denunciar las manipulaciones (también tiene derecho) y ofrecer su ayuda a quienes pueden ser débiles en su lucha con los mensajes del mal. Ver a Dios en todo y en todos es un don que la Iglesia vive y quiere mostrar. Frente a las tragedias generadas por la revolución sexual, los obispos ofrecen en su ultimo documento una revolución cristiana: la persona y su dignidad en el centro de la familia.
Los católicos no eligen sus jerarquías; son guiados por los mandamientos y los dogmas; no negocian acuerdos; creen en otra vida; aman al prójimo como a sí mismos, confiesan con humildad los pecados. Por favor, dejadlos en paz.
Del director
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