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Estado aconfesional

Resulta fatigosa la tarea de aclarar conceptos que deberían ser bien conocidos, y es además desmoralizante cuando tales conceptos se refieren a nuestra propia identidad. El error tiene unas asombrosas propiedades contaminantes, y su afrenta se extiende como una mancha de aceite. Ignoro qué clase de predisposición es la que provoca esto, pero lo cierto es que la verdad debe luchar sin descanso para ser reconocida, mientras que la idea equivocada o falsa triunfa sin esfuerzo, casi por aclamación.

El error al que me refiero ahora es aquel que convierte España, por arte de birlibirloque, en un país laico. Y además, para mayor estupefacción, lo hace con la autoridad de la Constitución. Hemos superado ese estado, hasta cierto punto comprensible, de ignorancia por falta de lectura de nuestra ley fundamental, para descender a una suerte de colegislación popular, que atribuye a la llamada carta magna todo tipo de proclamaciones inauditas, o al menos clamorosamente falsas.

Empecemos por lo más obvio: en ningún lugar de nuestra Constitución se afirma que España sea un país laico. Ni siquiera los términos laico, laicidad o laicista aparecen por parte alguna. Habrá que suponer que la referencia se hace a una proclamación sustancialmente diferente, la del artículo 16.3, donde se dice que «ninguna confesión tendrá carácter estatal». La aconfesionalidad aquí establecida no es sinónimo de laicidad. Puede comprenderse la confusión en un nivel coloquial, pero no es admisible cuando se pretende justificar una presunta voluntad constitucional por medio de ese cambalache. La no confesionalidad significa que el Estado español no profesa ninguna fe religiosa, que no se adhiere a la doctrina de una religión determinada, sino que las considera a todas por igual, en el sentido que sea.

Para entender todo el alcance de lo que la Constitución establece no basta con detenerse en esto. Es preciso continuar la lectura del artículo 16.3, que a continuación compromete a los poderes públicos a «tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española». Por si esto no fuera suficiente, la redacción del precepto se completa afirmando que se «mantendrán relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones».

No son propios de un Estado laico o laicista estos pronunciamientos, ya que en aquel se persigue una separación estricta entre el ámbito público y el religioso, partiendo de la incompetencia radical del Estado en esta materia y deslizando la idea de que desea mantenerse «incontaminado» de lo religioso. Como hemos visto, no es esto lo dispuesto en nuestra Constitución. No se trata ya de que se reconozca la libertad religiosa (art. 16.1) como posibilidad de los individuos y los grupos de profesar y practicar una fe libremente escogida; sino que se van a tener en cuenta esas creencias, es decir, se va a tener en cuenta la realidad religiosa existente en España, y a partir de ahí se abre la posibilidad a cooperar con las confesiones, como interlocutoras y representantes legítimas de esas creencias.

Queda un matiz por deshacer del error señalado al principio. Ya no es sólo que no se pueda predicar la laicidad de nuestro país; es que en todo caso, de ser esto posible, habría que atribuirla al Estado, es decir, a los poderes públicos. Nunca se puede decir que España como país, o la sociedad española, son laicas, porque es algo radicalmente falso. De hecho, todas las estadísticas señalan la religiosidad abrumadoramente mayoritaria de los españoles, en uno u otro grado, y especialmente identificada con la fe católica. Para afirmar que España es un país laico tendríamos que encontrarnos con una sociedad atea, desligada por completo de cualquier religión o creencia trascendente, y esto no es así.

Ahora habría que preguntarse por qué se difunden con tanto éxito mentiras tan torpes como éstas, y una fácil deducción nos responde a ello. Airear que España es un país laico supone, en primer lugar, ocultar la realidad. Enseguida, esto supone cubrir con un velo de inoperatividad el mandato constitucional de que los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de los españoles. Y, en última instancia, la eliminación de tales premisas hará inviable la previsión de cooperar con las confesiones, sustituyéndose de esta forma, por vía de hecho, una aconfesionalidad sensible a las creencias sociales y cooperante con los grupos religiosos, por una actitud laicista que construye el muro de la vergüenza alrededor de lo religioso.

En definitiva, habría que concluir que España no es un país laico, pero existen maniobras decididas para que llegue a serlo, diga lo que diga la Constitución. Y es que hay que tener rapidez de reflejos para advertir que cuando alguien intenta arrojarnos la Constitución a la cabeza, lo que lanza en realidad son piedras, y caen sobre el tejado de todos.

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