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¿Sabremos morir como nuestros padres?

Lee uno conmovedores relatos sobre la muerte de personas mayores, escritas por sus hijos y nietos, y no puede evitar el sentirse pequeño ante sus figuras. No me refiero sólo al amor y admiración que configuran el panegírico trazado por quienes les quisieron, sino a la dignidad con que arrostraron sus últimas penalidades, como el majestuoso desmoronarse de una nave que supo culminar íntegra su postrero viaje.

Esa integridad, dibujada en la calma del rostro y las palabras, arremolinó en torno de sí los frutos de una vida plena, en forma de generaciones descendientes, solícitas en acompañar al padre o a la madre por algo más que vinculación sanguínea. Unamuno hablaría, quizá, de acontecimiento intrahistórico, aquel que se convierte en hito en la carne y el alma de las gentes sencillas.

El cabecero de aquellas agonías investidas de dignidad sin alharacas resplandeció como nimbo de fe, destelleante ante la prueba final. Las manos nudosas, consumidas de ofrecerse, no acariciaron la soledad, sino una mejilla tierna, unos labios agradecidos de plegarias, un amor que venía de vuelta, multiplicado. Aquellas vidas que se iban apagando eran los ríos de que hablaba Manrique, en vísperas de conocer el mar.

Siente uno orgullo de la familia humana al leer esos testimonios, como si de un triunfo de la patria se tratase. Pero, últimamente, la zozobra también se agita junto a aquel alto sentimiento.

Tengo la impresión de que las generaciones más jóvenes hemos perdido cosas importantes en comparación con las de nuestros padres y abuelos. Me estremece imaginar la muerte de quienes comulgan con la doctrina posmoderna y han asimilado los «valores» hedonistas de la sociedad de consumo. Veo lechos blancos y asépticos, a cuyos pies no se agolpa una prole numerosa y compungida, sino algún retoño impaciente y aburrido, cuando no una enfermera fugaz aunque solícita. De ningún modo el cabecero podrá refulgir con el brillo de la fe, como mucho lo hará con el del aluminio. Y el rostro que afronta la muerte estará desencajado, ahíto de miedo, vencido por la enfermedad, incluso en lo más recóndito de la mirada, donde suele resistir la vida verdadera. Será que se ve fluir como un hilillo de residuos hacia un abismo tenebroso.

Nada extraño en una sociedad que ha puesto todo su empeño en desvincular la muerte y el dolor de la dignidad propia de la persona. El trance de la muerte, en nuestros días, se ha convertido en un fracaso, no en la ocasión de culminar una trayectoria con sentido de principio a fin. Claro que será difícil presumir de una vida íntegra en la hora de las últimas consideraciones: separaciones y divorcios, trabajos que han absorbido el aliento por una mera recompensa económica, amores estériles, distracciones vacías y necesarios olvidos para pasar página una y otra vez, siempre que se haga el ilusorio intento de rehacer la vida comenzando de cero. Proyectos amputados y vidas fragmentadas emitirán su última luz no desde la claridad de quien está en la cumbre, sino con la confusión de quien no ha comprendido su propia existencia e ignora cómo llegó hasta allí dando palos de ciego

Si no hemos sido capaces de vivir como nuestros padres y abuelos, difícilmente alcanzaremos su altura en la muerte. Todavía nos enseñan, y aún podemos aprender, incluso de testimonios remotos, que los hay muy ejemplares. De su sinceridad a ultranza, de su comunicación sin medios pero con contenido, de su entender la vida como un valor entero, sabiendo que las consecuencias existen, y que muchas veces interpelan a nuestra responsabilidad.

No pierdo la esperanza de que, todavía en un futuro lejano, haya quien, en el momento crucial del fallecer, se sienta interpelado por estos versos: «Buen caballero, / dejad el mundo engañoso y su halago; / vuestro corazón de acero, / muestre su esfuerzo famoso / en este trago; / y pues de vida y salud / hicisteis tan poca cuenta por la fama, / esfuércese la virtud / para sufrir esta afrenta / que vos llama».

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