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«Espíritu Capra»

En los últimos años se habla con cierta frecuencia de una recuperación del «espíritu Capra» en el cine, después de un tiempo de películas voluntariamente escépticas y desencantadas. Frank Capra, uno de los mayores directores de la historia del cine, fue el autor de obras como «Sucedió una noche» (1934), «El secreto de vivir» (1936), «Vive como quieras» (1938), «Caballero sin espada» (1939) o «Juan Nadie» (1941), que le reportaron nada menos que tres Oscars como mejor director en los años de entreguerras, además de otras tantas nominaciones. Sus comedias, obras maestras casi todas ellas, se caracterizaron sobre todo por el objetivo de transmitir esperanza a las personas y que estas salieran del cine con más determinación para enfrentarse a sus respectivas vidas. Invocando su muy particular magisterio, hoy en día se señalan como caprianas aquellas películas en que personas normales se ven enfrentadas a algún acontecimiento extraordinario o incluso fantástico que hace cambiar sus vidas, en el sentido de hacerlas crecer y de darles una nueva perspectiva de esperanza. Suelen ser películas bañadas de un tono de comedia amable y que siempre bordean el límite del sentimentalismo, aunque sin caer en él. Se pueden apuntar algunos títulos que estarían adscritos a esta tendencia, como «Héroe por accidente» (1992), de Stephen Frears, en la que un hombrecillo fracasado y bastante despreciable se convierte, casi sin comerlo ni beberlo, en el salvador de los pasajeros de un avión siniestrado; «Atrapado en el tiempo» (1993), de Harold Ramis, donde un presentador televisivo, ególatra y cínico, comprueba, a raíz de la visita a una pequeña ciudad, que todos los días que le amanecen son el mismo día en el que se durmió, y que los acontecimientos cotidianos se repiten ante su desesperación, que le hace adoptar distintas actitudes para salir adelante; «Family man» (2000), de Brett Ratner, que cuenta la historia de un hombre que al despertarse un día está viviendo una vida alternativa a la suya, la que hubiera sido de haberse casado con su antigua novia en lugar de dejarse llevar por la ambición de una carrera en la Bolsa.

Estas tres películas son ejemplos destacados de la tendencia mencionada, aunque se podrían poner otros más —«Pudo sucederte a ti» (1994), de Andrew Bergman, «Lo que piensan las mujeres» (2000), de Nancy Meyers, etcétera — , todos con parecidas características que son las que las llevan a ser ubicadas en ese tipo de cine capriano.

En realidad, el modelo en que suelen inspirarse no es el cine de Capra en general, sino aquel que fuera el más importante de sus trabajos, la película «Qué bello es vivir» (1946), protagonizada por un James Stewart excelso, que narra la vida de un hombre que desde su infancia supo pensar más en él que en los demás, posponiendo incluso sus más arraigados deseos de realización personal, hasta que un día la desesperación le sobreviene por culpa de un problema económico y, ante la perspectiva del suicidio, un ángel le visita para hacerle ver lo distinto que hubiera sido el mundo si él no hubiera nacido y le abre los ojos hacia el valor que ha tenido y sigue teniendo su vida. Esta película, recuperada hace unas décadas como emisión navideña en Estados Unidos, se ha convertido en un clásico indiscutible, obra de culto y cinta preferida de gran número de personas. Se ha dicho que es un perfecto antidepresivo. Lo cierto es que, además de ser una obra maestra del cine por la que no pasa el tiempo, constituye una auténtica lección sobre la vida. Es bueno recordar la actitud del propio Capra ante esta película, que se recoge en sus memorias: «No la hice para los críticos aburridos ni para los intelectuales pedantes. La hice para la gente sencilla como yo; gente que quizás había perdido a su marido, o a su padre, o a su hijo; gente que estaba a punto de perder la ilusión de soñar, y a la que había que decirle que ningún hombre es un fracasado». El cine de Capra transmite todo él esta convicción de que la vida tiene siempre sentido, que siempre es posible vivirla. Quizá a veces se confunde su espíritu en algunas películas que pretenden imitarlo recuperando tan sólo elementos accesorios —el componente fantástico, el mensaje positivo, una cierta ingenuidad, que no es tal su cine — , olvidando que lo esencial de su obra radica en esta particular visión de la vida, combinación de optimismo y esperanza en la que se reflejaba su honda religiosidad católica. Un apunte final para aquellos críticos que descalifican las películas que tienen un final feliz: siento mucho que no conciban que en la vida tiene cabida la esperanza. Una buena película no puede medirse en términos de pesimismo. Tan real puede ser una conclusión feliz como desgraciada, pero creo que se aproxima más a la verdad aquella que transmite esperanza, que no cierra la posibilidad de redención o de mejora, porque sucede que esto se incorpora a las vidas de los espectadores cuando abandonan el cine, y puede acabar cambiándolas para mejor.

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