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El centro político

Desde que existe el Estado, el centro político es el Estado. Por eso, las monarquías, a medida que centralizando el poder político construían el Estado fijaban su residencia en un lugar determinado, la capital del Estado. Las capitales son modernas. En bastantes casos fue capital el lugar en el que habitualmente residía la Corte. En Inglaterra, Londres, en Austria, Viena; en Francia, París, si bien Luis XIV, al que se atribuye la frase «el Estado soy yo», prefirió centrar el Estado cerca de París, en Versalles. En España, como es sabido, Felipe II consideró la posibilidad de situar la capital en Lisboa para atender preferentemente al Imperio Ultramarino, o bien en Barcelona, para atender mejor a la política europea heredada de la Casa de Aragón. Finalmente se decidió por un lugar equidistante, más céntrico, Madrid, aunque personalmente prefiriese El Escorial. Y así sucesivamente en otras naciones.

La política moderna y contemporánea se hace en y desde un centro concreto. A medida que se fueron asentando estos centros del poder político, en caso de conflicto exterior o interior, sobre todo en este último caso, apoderarse de la capital se considera la garantía del éxito. Por esta razón, tienden a concentrarse en torno a ella los conflictos políticos y, a medida que aumenta la centralización, las revoluciones se hacen en la capital.

No en vano el Estado es la antítesis de la guerra civil. En rigor, cuando una capital centraliza suficientemente el resto del territorio, la revolución no tiene lugar: la sustituye el coup d'état, el golpe de Estado, para apoderarse de los hilos por los discurre y se desparrama el poder. La Revolución francesa tuvo lugar en París-Versalles y sólo el paulatino desarrollo del conflicto ante la asombrosa inepcia del Gobierno encubre en qué medida fue un golpe de Estado. La Revolución soviética no fue tal revolución aunque se emplease esta palabra por lo que puede tener de evocador y glorioso: fue un golpe de Estado, un Putsch, como dicen los alemanes. Aunque ni la historia ni la política obedecen a ningún determinismo, podrían citarse muchos ejemplos.

Esto tiene que ver directamente con la política: la guerra o el conflicto bélico son guste o no, según la famosa definición de Clausewitz generalmente aceptada por la ciencia política, la continuación de la política por otros medios. Ahora bien, la diferencia es que la política es incruenta. Cuando el Estado era más o menos el rey como pensaba Luis XIV, había facciones, grupos que pululaban en la Corte. Cuando con la revolución francesa la Nación ocupó el lugar del rey, el Estado siguió siendo el centro físico, pero la Nación tendió a agruparse en dos bandos —quizá con numerosas subdivisiones en cada uno de ellos — , la izquierda y la derecha, por la sencilla razón de que mientras el rey actuaba según sus personales criterios, la Nación está formada por una multitud de individuos, una parte de los cuales tiene una opinión sobre la conducción del Estado y la otra distinta, aunque puedan aproximarse mucho. El Estado como centro tiene una izquierda y una derecha, igual que el monarca tiene un lado y un brazo derecho y otro izquierdo.

Asentado el Estado-Nación, las diferencias de opinión dan lugar a los partidos, que son consustanciales a la estatalidad. Y éstos se agrupan unos a la derecha y otros a la izquierda, aunque es normal que, con el transcurso del tiempo, los que militaban a la derecha se conviertan en «la» izquierda y viceversa. Así, en el sentido convencional de «derechas» e «izquierdas» los partidos comunistas representarían hoy la ultraderecha. Los partidos que se autodefinen de centro son la excepción: como vivaquean en la ambigüedad, les cuesta captar la confianza de la opinión.

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