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Lo Absoluto y lo Relativo

Nadie se ha molestado en demostrarlo, pero hay pocos que nieguen que las verdades morales, si cabe hablar de tal cosa, sean subjetivas o relativas. Lo bueno y lo malo lo son según y para quién, y ahí se acaba la cosa. Pero no hay error, y menos en el ámbito moral, que deje de tener consecuencias. Como afirmó Max Scheler, todo relativista es el absolutista de lo relativo, pues convierte en absoluto algo que es de suyo relativo. Por ejemplo, el Derecho. La relatividad de la moral conduce en nuestro tiempo al absolutismo de lo jurídico. Todas las opiniones son relativas, menos el juicio clarividente, aunque modificable, de la mayoría. Es curioso cómo una suma de opiniones relativas pasa a convertirse en dogma absoluto, a pesar de que pueda cambiar al aire de la voluble opinión. Y así andan las cosas, dando tumbos y como al revés: la moral se considera relativa y el Derecho absoluto.

Por lo demás, los asuntos morales, se entiende por lo menos algunos de ellos, los fundamentales, no sólo son absolutos sino que, precisamente por ello, son absolutamente claros. Por eso los dilemas morales suelen ser falacias. El deber es siempre claro. Cosa distinta es que todos podamos equivocarnos y formarnos erróneamente el juicio. Pero el error no niega la verdad; la proclama. En el aborto, por ejemplo, el aspecto moral no ofrece dudas. La vida humana debe ser protegida desde el momento de la concepción, y, por ello, atentar voluntariamente contra ella, destruirla o impedir que siga su curso es siempre un mal, con independencia del fin que se persiga. Luego llega el embrollo jurídico, en parte también filosófico. ¿El embrión es o no persona? ¿En qué momento comienza a existir la persona? ¿A partir de qué momento merece protección jurídica? ¿Desde el principio? ¿Nunca? ¿A partir de la tercera semana, o de la cuarta, o de los tres meses? Líos.

En cambio, el precepto «no matarás» reluce con claridad de mediodía de verano. Sin embargo, el no matar deviene relativo y la variable regulación legal de los Estados se convierte en absoluta.

Cuando el Tribunal Europeo de Derechos Humanos renuncia a conceder protección legal al embrión y remite la determinación del comienzo temporal de la persona a las legislaciones estatales, se desprende de lo absoluto, el valor de la vida del embrión, para acogerse a lo relativo, las disposiciones cambiantes y diferentes de los Estados. Y la vida deja de estar protegida sin restricciones para pasar a estarlo según dónde y cuándo. Mas los embrollos son como las cerezas: tiras de uno y arrastras varios. Ahí quiero ver al Tribunal Europeo, o a cualquier otro, aderezando sutilezas para evitar o limitar la experimentación con embriones, sobre todo la que resulte políticamente incorrecta, como la eugenésica.

Porque si la vida del embrión no merece protección legal, o, lo que casi es lo mismo, merece la que cada eventual mayoría parlamentaria tenga a bien concederle, no va a resultar fácil ni coherente eliminar la cosificación de los embriones. Por mi parte, no voy a discutir el sexo de los ángeles ni el de los embriones. Apenas me interesa definir el concepto de persona que, a lo peor, podría llevar a negar la condición personal de los niños, los enfermos terminales, los ancianos, o los deficientes mentales. Me parece un camino más seguro afirmar la inviolable dignidad de toda vida humana, se encuentre en el estado en el que se encuentre. Y acogerme al clásico «no matarás». Luego, si uno es cristiano, nada de venganza, poca Justicia, mucha comprensión y todo el perdón. Es decir, la abortista perdonada.

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