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Que se casen los curas
He de reconocer una cierta extrañeza por el empeño que ponen —algunas de esas personas que nunca faltan— de que los sacerdotes contraigamos nupcias, quizás considerando que, como la felicidad sólo se puede alcanzar dentro del matrimonio, los sacerdotes no podemos conseguirla, y tampoco podemos llegar a la maduración afectiva.
Esto me resulta tan curioso como afirmar que los casados, por el hecho de serlo, sí han alcanzado dicha madurez y felicidad. Y desde este momento quiero dejar muy claro que considero a la mujer como la mejor compañera del hombre para compartir una vida de ayuda mutua, donde ella sirve de soporte, brindando un amor incomparable. Esto lo digo en serio.
Además me siento obligado a aclarar algo que, sin duda, le romperá los esquemas a más de uno. Dentro de la doctrina católica más pura el Sacramento del Orden Sacerdotal no se contrapone al Sacramento del Matrimonio, de forma que, «sacramentalmente», no hay obstáculos para que los ministros sagrados, diáconos, sacerdotes y obispos, pudiéramos unirnos, en este valle de lágrimas, a una encantadora mujer.
Ahora bien, conviene señalar que hasta aquí nos estamos moviendo dentro de la teología sacramental, la cual es sólo una parte del cuerpo doctrinal profesado por la Iglesia; pero no comprende todos los aspectos que fundamentan la vida de la misma. Así pues, junto a ella encontramos la Teología Fundamental, la Dogmática, la Litúrgica, la Moral, la Ascética, la Mística, el Derecho Canónico y la Práctica Pastoral.
De esta forma, se entiende que no todo lo que es posible desde un aspecto, resulte conveniente desde otros. Por lo aquí dicho, queda claro que sí podría haber sacerdotes casados, pero la exigencia de separar definitivamente estos dos Sacramentos, es de tipo ascético y prudencial práctico. No todo lo que está permitido es conveniente. Y si no queda claro, pregúnteselo a los gorditos.
Por principio, consideremos cómo la Iglesia, con el fin de atender las necesidades espirituales de sus fieles, se ha organizado principalmente de acuerdo a un sistema territorial. Así pues, la Santa Sede divide al mundo en diócesis, nombrando a Obispos para que las dirijan, enseñen y santifiquen. A su vez, estos Prelados escogen entre sus sacerdotes a los que deben responsabilizarse de los territorios en los que se subdividen las diócesis, esto es las parroquias. A dichos sacerdotes los conocemos como «el párroco o señor cura». Y trabajando con los párrocos pueden haber otros sacerdotes, por ejemplo: los vicarios.
Lo común es poder descubrir en todo el mundo bastantes más taxistas y médicos que sacerdotes, y entre éstos, encontramos a algunos ancianos y enfermos, ya que a algunos les ha tocados recorrer muchos kilómetros y por pura terracería. Por otra parte, en todas las diócesis existen pueblos, rancherías, ejidos y barrios de pobreza inhumana que han de recibir el mensaje y el apoyo del Evangelio.
Esta compleja realidad convierte a los Señores Obispos en auténticos ajedrecistas quienes mueven a sus sacerdotes para poder atender a quienes se han gastado en el servicio de los fieles. Señores pasajeros, habiendo sobrevolado el mapa de la pastoral, pidamos indicaciones a la torre de control para poder aterrizar:
- Imagínense nada más la alegría o gozo que llenaría el alma de la esposa de un sacerdote quien, siendo madre de algunos hijos estudiando desde el kínder hasta la preparatoria, su maridito le llegara con la noticia de que han de cambiar a los hijos de sus escuelas porque el Señor Obispo lo acaba de nombrar párroco de la Coronación en el pueblo de San Martín de las Palomas, municipio de «Xicoltenahlpan» de las Tunas.
- Ahora bien, pensemos que el cambio de parroquia se da dentro de la misma ciudad, pero a la colonia «Colinas de Vista Hueca», esto es, en la zona de los basureros municipales; habiéndose enterado ella —por medio de la esposa del párroco de la Paz— que al Padre Hermenulfo, que se ordenó hace apenas cuatro años, le encargaron la Parroquia de la Hacienda del Duque —uno de los mejores barrios de la Ciudad—, cuando su marido tiene ya veinticuatro años como sacerdote.
- ¿Pueden Ustedes suponer lo que sucedería en un pueblo, si la esposa del Señor Cura fuera chismosa?
- ¿Cómo sería el trato del Sacerdote con su media naranja si ésta fuera celosa?: «¿Me puedes aclarar por qué estás dedicando tanto tiempo a las catequistas, eh?»; o: «Ya no me está gustando que seas el director espiritual de tantas señoras».
- ¿Con qué autoridad podría un sacerdote animar a sus feligreses a ser virtuosos si resultara que su propio hijo (haciendo mal uso de su libertad) fuera parrandero y jugador?
- ¿Cuántas críticas despertaría un sacerdote cada vez que su mujer estrenara un vestido o saliera con toda la familia de vacaciones y hasta dónde le parecería correcto a su comunidad que los llevara a pasear?
- ¿Qué sucedería en una Iglesia donde, algunos domingos no hubiera misas porque el sacerdote tuvo que llevar a su suegro, a su esposa o a sus hijos al médico?
- ¿En qué situación se encontrarían dos o más sacerdotes quienes, teniendo que vivir juntos, sus esposas o sus hijos no se llevaran bien, sino todo lo contrario?
- ¿Pueden ustedes imaginar los comentarios de la familia de la esposa de un clérigo si llegaran a enterarse de los clásicos conflictos matrimoniales, o porque no los ayudó como ellos esperaban, dadas las condicionantes de su ministerio pastoral; o porque simplemente cayó en la cuenta de que suelen abusar de él?
- La situación de casado exigiría a un sacerdote una serie de compromisos sociales como reuniones, bailes, visitas familiares, asistencia a las reuniones de padres de familia de las escuelas de sus hijos, etc., que lo llevarían necesariamente a descuidar su ministerio.
- La experiencia nos demuestra que la convivencia diaria de un sacerdote puede tener un carácter un poco difícil y esto puede provocar la pérdida del respeto, incluso de su misma esposa.
La práctica de exigir el celibato a quienes querían ordenarse, se procuró desde los inicios de la Iglesia. Y aunque frecuente, no era todavía obligatoria. Sin embargo, ya en el siglo III, en el Concilio de Elvira (España) se exigió como requisito indispensable a los futuros sacerdotes. No llego a comprender cómo se las arreglarían los Obispos de los primeros siglos de la cristiandad, cuando todavía se admitían a clérigos casados, pero me parece perfectamente lógico que llegaran a la conclusión de cambiar tal disciplina por las normas actuales, siguiendo el consejo de San Pablo cuando nos dice en su primera carta a los Corintios: «El no casado se preocupa de las cosas de Dios, de cómo agradarle».
Por otra parte, todos sabemos desde niños que los sacerdotes no se casan, de esta manera nadie podría, después de tantos años de estudio y preparación, llamarse engañado afirmando que él se enteró de dicha disposición ya siendo sacerdote.
Pero vayamos, en definitiva, a las causas de fondo sobre la hermosa y valiosísima práctica del celibato sacerdotal según un texto de la Santa Sede: «se permanecería en una continua inmadurez, si el celibato fuese vivido como «un atributo que se paga al Señor» para acceder a las Órdenes (Sagradas) y no más bien como un «don», que se recibe de su misericordia, como elección de libertad y grata acogida de una particular vocación de amor por Dios y por los hombres (cf. Directorio para el Ministerio y la Vida de los Presbíteros, de la Sagrada Congregación para el Clero, del 31 de enero de 1994, número 59).
Si de todo sacerdote se espera santidad, la mujer de un sacerdote tendría que ser doblemente santa. Es decir, no resultaría tarea fácil conseguir tantas lindas mujeres llenas de virtudes y encantos, capaces de servir como modelos de esposas, repletas de visión sobrenatural y prudencia, para poder cumplir con las exigencias de un matrimonio doblemente exigente, durante toda su vida.
Por lo tanto, a todos aquellos interesados en ayudarnos para que nos podamos casar, les damos las más sinceras gracias, pero como dicen por ahí: «no me ayudes compadre».
Del director
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