» Baúl de autor » Eleuterio Fernández Guzmán » Eleuterio - 2009
Mártires de ahora mismo
La palabra mártir es muy posible que pueda evocar situaciones de excesiva dificultad en las que se muestra hasta dónde puede, un cristiano, asumir su fe. Podríamos decir, entonces, que ser mártir supone, sobre todo, manifestar un «hágase» digno de tener en cuenta, ejemplo a seguir y muestra de comportamiento adecuado.
Sin embargo, hoy día, ahora mismo, encontramos, a poco que busquemos en el ancho mundo cristiano, casos concretos donde la cualidad de mártir vuelve a hacer presente el cumplimiento, exacto, de la voluntad de Dios que no es, como puede pensarse, dejarse matar sin oponer resistencia sino, muy al contrario, saber la razón de no oponer tal resistencia que no es otra que saber que perdonar, en tan terrible momento de al muerte procurada, es, exactamente, lo mismo que hizo Cristo.
Así, tanto en la India, como en Irak o en Turquía, la persecución del creyente en Cristo está, por desgracia, al orden del día. Muy recientes, por ejemplo, son los ataques en la patria de Gandhi, que abundan en un notable odio religioso.
Por eso, bien podemos preguntarnos el sentido que tiene, hoy día, ser mártir.
Como sabemos, y tenemos presente, la idea según la cual las Sagradas Escrituras no son libros pasados de moda ni carcas sino que, al contrario, el contenido de las mismas, por ser inspiración divina, están dirigidas a las personas de todos los tiempos, bien podemos recordar, ahora, lo dicho por San Pablo.
En la Epístola a los Romanos, concretamente en el versículo 1 del capítulo, actualiza, para nosotros, lo siguiente: «Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual».
Por tanto, el sentido mismo de ser mártir hemos de reconocer que no nos es ajeno sino que, al contrario, tenemos pruebas más que suficientes, de la necesidad e, incluso, obligación del mismo.
Sin embargo, mártir se puede ser, por así decirlo, de dos formas:
- De la forma ordinaria: con la muerte por Dios y perdonando al quien la infiere.
- De la forma extraordinaria: con la vivencia, día a día, de la fe.
Quizá pueda resultar extraño esto dicho aquí. Que se pueda considerar de una persona que es un mártir por el simple hecho de defender (en todos los sentidos) la fe que dice profesar no parece concordar con lo que, en realidad, el término aquí tratado, contiene.
Sin embargo, en materia de fe, las apariencias también engañan.
La tercera acepción de la palabra «mártir» es, la de «Persona que padece grandes afanes y trabajos».
Cuando San Pablo nos dice que ofrezcamos nuestros cuerpos «como una víctima viva, santa, agradable a Dios» no ha de querer decir, por supuesto, que los entreguemos a la muerte sin más ni que dejemos, entonces, de existir de entre los vivos. Pablo se ha de referir a otra cosa, incluso, más profunda o que va más allá de la propia muerte física, con ser, ésta, importante.
Probablemente, lo que quería decir el apóstol de los gentiles es que, en nuestros afanes diarios, en nuestra mutua convivencia, en nuestra existencia, tenemos que perder la propia vida, dejar de ser vino viejo y pasar a ser vino joven; ser, por decirlo así, un odre nuevo que acoja, con todas sus consecuencias, la Palabra de Dios y la haga viva, presente, actual, efectiva.
Por eso puede resultar de puro mártir el comportamiento de aquella persona que hace real lo que Dios quiere para su vida. Al igual que hizo real el sufrimiento de Cristo en su Pasión y en su muerte en cruz pero, a la vez, trajo a su vida la misericordia y el perdón demandado hacia aquellos que le causaban aquella injusta y terrible muerte. Así había cumplido la voluntad de su Padre y, así, con tal forma de actuar (entrega absoluta a Dios y a lo que quiere para nosotros) hacemos, de nuestra vida, un ejemplo de conocimiento del Creador en nosotros; así, en fin, demostramos que hemos comprendido que está dentro de nuestro corazón y que, al descubrirlo, nos ha permitido dar, en vida, lo que sólo con la muerte se da: la entrega total.
En resumidas cuentas, tomar en serio la fe que se dice profesar es, con toda seguridad, morir a nosotros mismos para venir a ser, de este modo, mártires voluntarios que, pidiendo perdón por lo pasado contra Dios, nacemos a un porvenir donde la Palabra de Dios deja de ser expresión exultante de vida para ser vida exultante en nosotros.
En tal sentido somos, también, mártires.
Pero, además, también nos sale al encuentro aquel al que, camino de Damasco, y en ristre la vara normativa de castigar, salió a su encuentro el Hijo de Dios.
La respuesta a nuestras cuitas de fe nos la ofrece el mismo San Pablo en la misma Epístola referida arriba. Es más, es, exactamente, el versículo siguiente, el 2 del mismo capítulo, el 12: «Y no os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto».
Y ahora, quien tenga oídos para oír que oiga lo aquí leído y quien tenga ojos para ver lo que en el mundo pasa con la fe... entonces que vea y, luego, actúe.
Ya lo ha dicho Pablo, de Tarso.
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