» Baúl de autor » Juan Manuel de Prada
El horror a domicilio
EL mito de la Gorgona, que petrificaba a quienes osaban mirarla, se ha reencarnado en la pantalla de nuestros televisores, convertidos en ojos sin párpado que reparten a domicilio el horror de un nuevo terrorismo ubicuo, acumulativo, sin pausa. El terrorista tradicional siempre había entendido que sus desmanes no serían completos y del todo efectivos sin una propaganda mediática; tanto o más que el ataque a un sistema de vida, importaba su divulgación. La hecatombe de las Torres Gemelas inauguró una nueva era terrorista: no me refiero tan sólo a sus dimensiones multitudinarias, sino al empleo novedoso de la televisión como testigo privilegiado de la masacre. A la mente criminal que concibió aquella escabechina no le importaba tanto el cómputo de mortandades (o le importaba muy someramente, como al director de escena le importan los movimientos calculados y previsibles de sus comparsas), ni la confusión pánica de los supervivientes. Le importaba, sobre todo, que ese pandemónium fuese retratado por las cámaras; le importaba que la televisión inmortalizase su obra; le importaba introducir en cada casa la epifanía del horror. La "lección magistral" de Bin Laden la tenían bien aprendida los chacales que hicieron volar los trenes de cercanías en Madrid. Los cuerpos despedazados entre el amasijo de hierros, los esfuerzos denodados y a veces estériles de quienes se entregaron a las tareas de salvamento, la llegada de los heridos a los hospitales son imágenes que ya se han quedado enquistadas para siempre en nuestra memoria, como minerales de espanto.
Los Occidentales nos habíamos acostumbrado a comer sin sobresaltos mientras veíamos el telediario, convencidos de que las hambrunas y las guerras ocurrían en algún arrabal del atlas, convencidos de que ni siquiera rozaban nuestra existencia plácida. De repente, descubrimos que el horror ya no era una murga lejana, emitida en sordina, sino algo mucho más próximo, que nos atañía y apabullaba. Desde entonces, el terrorismo se ha preocupado de multiplicar su presencia televisiva, hasta hacerse omnipresente. Como esos canales que no interrumpen su emisión y presumen de mantener informada a su audiencia durante las veinticuatro horas del día, el terrorismo ha hallado la forma de mantener al mundo petrificado perennemente: ejecuciones en directo de rehenes, secuestros de escuelas, aviones siniestrados, todo vale en una estrategia de saturación que no concede respiro. La televisión como Gorgona insomne que convierte el horror en una eucaristía universal, instantánea y sacrílega.
Y Occidente, ¿cómo reacciona ante esta nueva forma de horror acumulativo? El bienestar nos ha hecho débiles. Nos habíamos habituado a contemplar las tragedias que divulgaba la televisión como algo ajeno que, en el mejor de los casos, provocaba nuestros pucheros solidarios; nos habíamos habituado a permanecer impertérritos ante el espanto, protegidos por una coraza de seguridades que nos hacía -así lo creíamos- invulnerables. Pero esa coraza de falsas seguridades nos estaba haciendo, en realidad, más débiles, más invertebrados y amorfos. Occidente (con la salvedad, quizá, de Estados Unidos) no parece preparado para combatir esta nueva forma de horror; ni siquiera nos asisten unas convicciones firmes, un andamiaje de ideales que nos proteja contra el derrumbamiento. Hace ya mucho tiempo que abandonamos esos ideales, como si fueran pertrechos inútiles, ignorantes de que la molicie espiritual abonada por el bienestar nos haría más blandos e inermes. Los terroristas, en cambio, conocían nuestra insustancial debilidad; sabían que sus métodos nos dejarían petrificados, sin capacidad de reacción. Y calculaban que, a la postre, si perseveraban en su acción, acabaríamos claudicando. ¿Se cumplirá su designio? Mi diagnóstico no es del todo optimista.
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