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La ingenuidad de zapatero

ASÍ titulé un artículo hace algunos meses, tras escuchar el discurso de investidura de José Luis Rodríguez Zapatero, concluido con un desiderátum que a muchos se les antojó una vacuidad o una cursilería, pero que a mí me resultó esperanzador e ilusionante: "Un ansia infinita de paz, el amor al bien y el mejoramiento social de los humildes". Defendí entonces la ingenuidad del presidente, virtud muy denostada en nuestra época y en apariencia incompatible con el pragmatismo que exige la acción política, pues en ella veía o más bien intuía una energía transformadora capaz de afrontar los problemas de España sin resabios ni ideas preconcebidas. Me preguntaba entonces si Zapatero sería el pánfilo que pronosticaban sus detractores, encaramado en una nube de palabras idílicas y manejado por ventajistas que se disponían a sacar tajada de su bisoñez o, por el contrario, el político atento al "factor humano" que nos pintaban sus partidarios, capaz de conciliar la suavidad en las formas con los arrestos necesarios para afrontar el turbión que se le venía encima. Desde entonces, Zapatero ha perseverado en esa imagen de hombre ingenuo, incurriendo incluso en algunos excesos retóricos en los que ya no vislumbramos aquella vehemencia candorosa de antaño, sino cierta propensión a las declaraciones seráficas en la que quizá subyazca un fondo de hipocresía, amén de una inequívoca y flagrante irresponsabilidad.

Cuando invoca en la sede de Naciones Unidas una beatífica "alianza de civilizaciones", o cuando declara a la revista Time que el mejor antídoto contra el terrorismo lo constituye la igualdad de sexos, Zapatero está fingiendo ingenuidad. Pero ambos pronunciamientos, por muy sonrojantes o ininteligibles que se nos antojen, no dejan de ser inofensivos excesos retóricos; quizá deshonestos o hipócritas en su formulación -a esto llamaban los antiguos una "logomaquia"-, pero inocuos en sí mismos, salvo que nos paremos a considerar que denotan una cierta inanidad intelectual en quien los proclama. Más preocupante resulta Zapatero cuando, en su afán por cultivar esa imagen de hombre ingenuo que lo aureola, se despeña por los precipicios de la irresponsabilidad. Ocurre así, por ejemplo, cuando exhorta a otras naciones a seguir el ejemplo de España, retirando sus tropas de Irak. Podemos estar o no de acuerdo en la precipitada o al menos presurosa retirada de nuestras tropas ordenada por Zapatero, tan pronto como fue investido presidente (adelantaré que me cuento entre los que están de acuerdo, aunque la forma un tanto impremeditada se pudiera interpretar como una concesión al terrorismo), pero nadie podrá discutir que se trató de una decisión legítima y soberana. Ahora bien, al incitar a otras naciones a imitarnos, ¿qué anhela Zapatero? ¿Erigirse en árbitro de la comunidad internacional? ¿O, más ramplonamente, chinchar a Bush? Diríase que Zapatero, convencido de que su ingenuidad le atrae simpatías, se complaciera en exhibirla gratuitamente, con petulancia un tanto fatua, arriesgándose incluso a exasperar a otras naciones más poderosas, inconsciente de las consecuencias que tales alardes acarrearán. No quisiera dármelas de agorero, pero anticipo que tales desplantes serán devueltos con creces en apenas unos meses, si -como se barrunta- Bush resulta reelegido.

Por lo demás, y circunscribiéndonos a un ámbito más doméstico, empiezo a sospechar que la ingenuidad de Zapatero no sea sino la "cara amable del Régimen", una máscara de hipocresía que ampara las conductas más cetrinas o alevosas de quienes le hacen el trabajo sucio, repartiendo estocadas de odio y bilis por doquier so capa del tan cacareado talante. A esto ya no lo podemos llamar ingenuidad, sino taimada doblez.

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