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Un gran paso atrás

LA decisión del Gobierno de abrir el paso a la consideración como matrimonio de las uniones estables entre homosexuales es un enorme error. Acaso el pudor jurídico aconseje recordar que el Gobierno no puede modificar el Código Civil a su antojo, y que aún se requiere la aprobación parlamentaria, que, sin duda, obtendrá. Y es un error, si no me equivoco, por dos razones fundamentales. No lo es por atentar contra la moral católica, que lo hace, ni por afectar al matrimonio canónico, que no lo hace. Lo es porque equipara legalmente lo que no es equiparable, y porque destruye, sin consenso ni debate, la concepción secular de la familia occidental. Lo primero, porque la unión entre homosexuales no es identificable al matrimonio, ya que le falta el requisito esencial de la procreación, imposible entre personas del mismo sexo, y no precisamente por designio de la Iglesia Católica. Lo segundo, porque en Occidente, al menos desde el Derecho Romano, el matrimonio entraña la unión estable entre un hombre y una mujer. Calificar como matrimonio otras uniones, tan respetables como ajenas a la transmisión de la vida, es un gran paso atrás en la historia de la civilización occidental. Y lo más triste es que cabe una solución razonable: la concesión de derechos y efectos civiles, pero sin la equiparación al matrimonio. Tratar desigualmente lo que es igual es injusto, pero tratar igualmente lo que es, de suyo, desigual también lo es.

Ignoro las razones del Gobierno. Si lo ha hecho por convicción, estimo que se equivoca. Si lo ha hecho por electoralismo, por ganarse el voto gay, se equivoca también, e incluso le puede salir el tiro por la culata, pues la manta de los votos no es elástica hasta el infinito y lo que se tapa por un lado puede destaparse por el otro. El desagravio, justo, no requería una medida injusta, pues no se remedia una injusticia con otra, sino con la justicia. Por lo demás, podrá el Gobierno llamarlo matrimonio y tratarlo como tal, pero eso no significa que lo sea verdaderamente. Además, la decisión adolece de otras fallas menores: imprevisión, existencia de consecuencias no previstas, falta de diálogo y de consenso social, mal talante en suma, ausencia de consulta, aunque no sea obligatoria, al Poder Judicial; escasez de precedentes en nuestra cultura jurídica, limitados a Bélgica y Holanda. Y, muy probablemente, la medida necesitaría de la reforma constitucional o, al menos, aconsejaría la existencia de una mayoría cualificada. Un Gobierno débil, con minoría mayoritaria y dependiente de apoyos parlamentarios, aprueba una enmienda a la totalidad a la historia de la familia occidental.

Y no acaban ahí los errores. Mientras el Gobierno alardea de poner fin a una discriminación secular, el Tribunal de Estrasburgo había negado que existiera discriminación en la negación de la adopción por parejas homosexuales. Para que haya discriminación tiene que haber una desigualdad injusta, no una justificada y basada en la desigualdad real. Y, se mire por donde se mire, una pareja del mismo sexo no puede tener hijos nacidos de su unión. La diferencia no es pequeña. Además, no deja de ser irrisorio que los mismos que aplauden o comprenden a Castro o a los regímenes islamistas, que castigan la homosexualidad, saluden con alborozo una medida tan odiosa para sus modelos políticos. Esto, naturalmente, sólo rige para la izquierda radical. Incluso, la cosa podría llevarse hasta el ámbito del absurdo, pues, una vez eliminada la diferencia sexual como condición del matrimonio, con qué fundamento se niega la posibilidad de contraerlo a tríos o cuartetos. ¿No entrañará una discriminación de éstos frente a los dúos privilegiados?

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