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Los órdagos de gallardón

DESCUBRÍ a Gallardón, siendo casi un niño, en un programa televisivo de divulgación sexual presentado -o tempora, o mores!- por la doctora Ochoa. Gallardón era por entonces un joven de aspecto modosito y empollón, que se había sacado unas oposiciones dificilísimas en cuatro días y capitaneaba las Nuevas Generaciones de AP. En aquel debate que hoy nos resultaría irrisorio (como quizá dentro de veinte años nos resulten los que hoy nos enardecen), Gallardón execraba (agárrense los machos) el uso del condón, frente a un puñado de fieras corrupias dispuestas a comérselo con patatas; increíblemente, el joven Gallardón no sólo impidió que le hincaran el diente, sino que vapuleó a sus contrincantes, con una dialéctica brillantísima que reducía los argumentos adversos a la categoría de rebuznos tartamudos. Recuerdo que mi padre, encandilado por las dotes persuasivas de aquel alevín de político capaz de hacerte comulgar con ruedas de molino, sentenció: "Este tío acabará siendo presidente del Gobierno". Y es que, en efecto, se notaba que el wonder boy de la derecha no se había metido en política para ser el palafrenero de nadie; se notaba que su única aspiración -su sino- consistía en alcanzar la más alta magistratura del Estado. Por lograrlo, estaría dispuesto a que ardiese Troya.

Si, en lugar de la carrera política, hubiese elegido la eclesiástica, Gallardón no se habría detenido hasta ocupar el sitial de San Pedro; si su destino hubiese sido literario, Gallardón habría vendido su alma al diablo por obtener ese premio sueco instituido por un dinamitero. Existe una raza de hombres ambiciosos con fundamento, desdeñosos del escalafón, sin otro designio vital que el triunfo apoteósico; cualquier triunfo parcial que los distraiga de su misión lo consideran insulso, apenas una migaja que, en lugar de aplacar sus ansias, las azuza y exacerba. Naturalmente, cuando estos hombres empiezan a barruntar que su designio podría torcerse, empiezan a remejerse inquietos, conscientes de que una vida que no colme sus aspiraciones es una vida inane que no merece la pena ser vivida. Gallardón no puede soportar la idea de llegar a la senectud presidiendo un consistorio, o escribiendo discursos para los congresos gremiales; a Gallardón los consistorios, como los congresos gremiales, le parecen filfa, dedicaciones propias de alfeñiques y mediocrillos.

Mientras gobernó Aznar, algunos creyeron que Gallardón doblegaría la testuz, sobre todo cuando aceptó incorporar a su candidatura municipal a la presidenta consorte, concesión que tuvo que saberle a acíbar. Pero Gallardón sólo estaba fingiendo y velando sus armas para ocasiones más propicias. Tan pronto como la nueva dirección de su partido le ha otorgado un mayor protagonismo, Gallardón ha vuelto a las andadas de su monomanía, que no es otra -no importa cuán sinuosas o laberínticas parezcan sus estrategias- que ocupar el Palacio de la Moncloa. Gallardón sabe que el tiempo corre en su contra; sabe que su primavera (¡ay, aquel jovencito que execraba los condones!) está definitivamente difunta; sabe que en su estío empiezan a presentirse vientos otoñales; sabe, en fin, que el invierno se abalanza precoz sobre los hombres ambiciosos que han consumido sus energías en la consecución de un designio nunca consumado. Ayer se fue; mañana no ha llegado; y antes de que la salud y la edad se hayan huido, Gallardón juega sus bazas un poco a la desesperada. En su órdago a Esperanza Aguirre empiezo a barruntar avisos de derrumbe. Sería trágico que, a la postre, el wonder boy de la derecha fuese recordado como un tarambana de aspiraciones olímpicas que ni siquiera consiguió que se celebrara en su feudo una final de la Copa Davis. Gallardón, coño, no seas cagaprisas, que te vas a llenar de mierda.

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