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Educar para la libertad o la esclavitud

Nos diferenciamos radicalmente de los animales en que venimos a la vida en radical desamparo, necesitados durante mucho más tiempo del cuidado y solicitud de otras personas para poder vivir. Los animales llegan a la vida para repetir, sin cambios, el programa biológico que los troquela, mientras que cada persona es portadora de poderosas facultades, que le permitirán realizar su propia vida, su biografía, única y diferente de todas las demás.

Las personas están dotadas de razón y de conciencia y de la capacidad maravillosa de aprender a utilizarlas. Es posible aprender porque es posible enseñar, desde el lenguaje a la ciencia, para entender la realidad que nos rodea, a la moralidad para distinguir las acciones y actitudes buenas o malas, a la filosofía para conocerse e interrogarse a sí mismos y buscar la verdad, a la contemplación para gozar de la belleza, de la poesía, de la trascendencia.

Cada hombre puede hacer suyo el saber acumulado de los que le precedieron, para examinarlo y juzgarlo a la luz de su propia razón y añadir a este saber su propia reflexión. Aprender y enseñar no está circunscrito a un periodo de la vida sino que la abarca toda, aunque las primeras etapas son decisivas. Esa máquina maravillosa de pensar y razonar, de reflexionar y decidir, funcionará mejor o peor según las enseñanzas que reciba en las primeras etapas de su educación. Esto es algo tan importante que sólo deben realizarla los padres, las personas que le transmitieron la vida y los aman. Luego será necesario el concurso de toda la tribu como repite José Antonio Marina.

Educar para el bien, la bondad y la belleza, es hacer personas libres y responsables de su propia vida, pero también se puede manipular la educación para troquelar un tipo de ciudadanos esclavos de sus caprichos, ansiosos de placer, refractarios al esfuerzo y a la responsabilidad, incapaces de distinguir el bien del mal, al confundir lo bueno con lo placentero y lo malo con el esfuerzo y la responsabilidad.

Cuando contemplo cada fin de semana, fin de semana cada vez más amplio, a los adolescentes y a los jóvenes dedicados al botellón o a la fruición del sexo, pienso que hay algún fallo, imprevisto o premeditado, en el proceso de aprender y enseñar. Si compruebo los pobres resultados de nuestro sistema educativo, el elevado porcentaje de abandonos, el lamentable lugar que ocupamos en el ranking internacional, pienso que algo está fallando desde hace años y nadie quiere ponerle remedio, quizás para obtener votos.

Cuando observo la escasa capacidad de los que nos gobiernan, sus descabelladas propuestas legislativas, su soberbia al querer utilizar un sistema degradado de mayorías y minorías para decidir sobre el bien y el mal y tratar de imponérnoslo a todos, mientras que su función específica, la de administrar con honradez el dinero de los ciudadanos, no aparece por ningún lado. Toda nuestra democracia se reduce en buscar y pagar votos para obtener ridículos apoyos de minorías insignificantes, mientras que los grandes partidos muestran su incapacidad de entenderse ni siquiera en momentos de crisis.

Todo esto me confirma en que algo ha fallado estrepitosamente en estos treinta años últimos, sin duda, la educación. En treinta años, o quizás más, han llegado a padres nuevas generaciones incapaces de educar y transmitir valores, porque ellos tampoco los recibieron, que exigen del Gobierno que eduque a sus hijos porque ellos no tienen tiempo ni ganas de hacerlo. Gran ocasión para los que quieren destruir esta sociedad y construir otra de la que no tienen ninguna idea clara, pero en la que puedan seguir mandando.

Todas las tiranías, todos los totalitarismos, han hecho lo mismo: uniformar a los ciudadanos ya sea con el mito de la raza, de la nación, del jefe o del partido único y salvador. Para esta tarea tienen que terminar con las personas libres, con los que buscan la verdad, los que tienen conciencia para distinguir el bien del mal, los que creen que tras toda la belleza del universo hay Alguien que nos hizo y nos espera.

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