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Estado de profanación

NO se trataba de volver a la teocracia. Pero sí de recordarle al hombre que por encima de él, por encima de su ley, está la Ley y que la Ley es cosa de Dios y que Dios está por encima del hombre. Ese humilde reconocimiento, que limita el poder del ser humano, está presente en las leyes o en los símbolos de las grandes naciones que hoy habitan la tierra. Se encuentra, por ejemplo, en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, en el himno nacional británico, en la Ley Fundamental de la República Federal de Alemania o en la declaración de Independencia de Israel. España, también, aunque de forma tímida, otorgó relevancia constitucional a la relación con la Iglesia Católica. La Unión Soviética, en cambio, así como la ideología materialista en la cual se sustentaba, se derrumbó estrepitosamente después de 75 años de opresión y de dominio del hombre por el hombre. Y Francia, la nación laicista por excelencia, surgida de una de las más sanguinarias revoluciones de la historia, camina directa a la deriva, sin poder, siquiera, salvaguardar el declive de su propia lengua.

Ahora, los europeos inauguramos nuestro futuro constitucional sumidos en la perplejidad y con un reconocimiento vergonzante -y sin referirse expresamente a ella- de la herencia cristiana que hizo posible Europa. Se ha impuesto, pues, el laicismo, es decir, la decadencia en suma. No nos hemos atrevido a invocar el nombre de Dios ni a encomendar a las instituciones europeas una especial protección de nuestras creencias mayoritarias. Es así, de este modo, como hubiese adquirido todo su sentido la incorporación a la Unión, en un futuro próximo, de una gran nación como Turquía. Efectivamente, el dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios es lo que convierte a un Estado en laico. Pero ese Estado laico, si quiere ser perdurable, deberá preocuparse por el respeto a las creencias religiosas de los ciudadanos. Pues, de lo contrario, si no hay creencias religiosas, es el hombre quien sustituye a Dios en su lugar.

La Constitución Europea que vamos a votar el próximo día 20, un engendro que no se sabe si es Tratado o es Constitución, se limita a una lacónica afirmación de que está inspirada en la herencia religiosa y humanista de Europa. Bueno, algo es algo, aunque comprendo la decepción de la Conferencia Episcopal española y de todos los cristianos europeos, en general. Nos hemos olvidado de Dios y creemos que la diosa razón convierte al hombre en Todopoderoso. Pues no. A lo sumo edificaremos una "religión" vacía, como la que se adoraba en ese ridículo templo positivista, basado en los postulados de Compte, edificado en París. Y creyendo que hemos sepultado a Dios, tendremos la justificación para ir profanando nuestras milenarias creencias religiosas. Hoy, el llamado pensamiento "progresista" se fundamenta en la creencia del hombre como ser omnipotente: fabrica la vida, decide los sexos y sentencia el momento de la muerte. Ha sacralizado la ciencia y la banalidad. Con el "progresismo" hemos sustituido el Estado del Bienestar por el Estado de profanación.

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