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Personas y sacos de escombros

UN amable lector, don José Ramón Fabeiro, discrepaba en una carta que ABC publicaba ayer del artículo que hace una semana dediqué a los llamados "vuelos de la vergüenza". Aducía don José Ramón que "no es éticamente admisible que estos inmigrantes nos mientan ocultando su lugar de procedencia". Pero apelar a la ética para referirnos a personas que se hallan ofuscadas por la desesperación y en un estado de necesidad extremo suena a sarcasmo. No creo que a esos inmigrantes que cruzan el océano, hacinados en barcos como el que antes de ayer fue avistado en las costas de Tenerife, puedan reclamárseles estas delicadezas del espíritu que mi amable lector invoca; inmersos en la muy agónica situación en que se hallan, su única ética es la de la supervivencia, que no es poca cuando la vida se convierte en una lotería. Entra dentro de lo admisible, y aun de lo aconsejable, que una persona oculte taimadamente su procedencia si de lo que se trata es de salvar el pellejo o de evitar que lo devuelvan al infierno del que huye. Creo que lo que hacen estos inmigrantes es exactamente lo mismo que haríamos nosotros, puestos en el mismo brete. Digamos que aquí la ética se erige en un lujo de ricos que los inmigrantes no pueden permitirse.

Añade don José Ramón Fabeiro que, puesto que estos inmigrantes han entrado en España ilegalmente, es justo que sean devueltos a sus países de origen. ¡Si todo fuera tan sencillo como eso! La policía ya ha declarado en repetidas ocasiones que carece de medios materiales para averiguar su procedencia. Bien porque los inmigrantes se atrincheran en el silencio, bien porque el erario público no provee a la policía de presupuesto suficiente para contratar traductores que inquieran y determinen el país del que son oriundos, el caso es que dichos inmigrantes se convierten de facto en apátridas. Por lo demás, cuando se establece su patria, suele ocurrir que el Estado español no tiene suscritos convenios con los Estados de origen, lo que aún ahonda más el limbo jurídico en el que se hallan atrapados. ¿Qué hacer entonces? ¿Devolverlos a alta mar y dejarlos a merced del oleaje? Allá donde la ley no alcanza, se impone un criterio de simple humanidad. Los llamados "vuelos de la vergüenza", ante el dilema irresoluble, eligen expeditivamente el camino de en medio: puesto que la ley no permite su deportación y tampoco su regularización, se les evacua desde las islas Canarias a la Península, como quien arroja un saco de escombros a un arrabal de alegalidad.

Contra esta solución, digna de un Poncio Pilatos redivivo, iba dirigido mi artículo. Desde el momento en que aceptamos que dichos inmigrantes no pueden ser expulsados, hemos de aceptar también que se les trate como personas, no como sacos de escombros. Ciertamente, este trato humano actuará como reclamo para otros apátridas, que se atreverán a imitar su odisea; pero el temor a calamidades futuras no debe de erigirse en coartada para eximirnos de una obligación moral. Quizás esos inmigrantes no puedan permitirse el lujo de actuar "éticamente"; nosotros, en cambio, sí. Podemos lamentar las lagunas legales de nuestro Reglamento de Extranjería; podemos criticar su excesiva largueza; podemos, en fin, clamar indignados ante el desbarajuste que propiciará su aplicación. Pero descargar las culpas sobre aquellos a quienes anima un instinto de supervivencia sólo sirve para delatar nuestra impiedad, negra como el carbón. Las leyes de inmigración, más o menos permisivas o severas, más o menos oportunas u oportunistas, siempre serán discutibles; el derecho natural del hombre a defender su vida con uñas y dientes, empleando para ello las artimañas más desesperadas, es indiscutible y sagrado.

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