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CAPÍTULO IV.- LOS MISIONEROS

La vocación misionera

23. Aunque a todo discípulo de Cristo incumbe el deber de propagar la fe según su condición, Cristo Señor, de entre los discípulos, llama siempre a los que quiere para que lo acompañen y los envía a predicar a las gentes. Por lo cual, por medio del Espíritu Santo, que distribuye los carismas según quiere para común utilidad, inspira la vocación misionera en el corazón de cada uno y suscita al mismo tiempo en la Iglesia institutos, que reciben como misión propia el deber de la evangelización, que pertenece a toda la Iglesia.

Porque son sellados con una vocación especial los que, dotados de un carácter natural conveniente, idóneos por sus buenas dotes e ingenio, están dispuestos a emprender la obra misional, sean nativos del lugar o extranjeros: sacerdotes, religiosos o laicos. Enviados por la autoridad legítima, se dirigen con fe y obediencia a los que están lejos de Cristo, segregados para la obra a que han sido llamados (Cf. Act., 13,2), como ministros del Evangelio, "para que la oblación de los gentiles sea aceptada y santificada por el Espíritu Santo" (Rom. 15,16).

Espiritualidad misionera

24. El hombre debe responder al llamamiento de Dios, de suerte que no asintiendo a la carne ni a la sangre, se entregue totalmente a la obra del Evangelio. pero no puede dar esta respuesta, si no le mueve y fortalece el Espíritu Santo. El enviado entra en la vida y en la misión de Aquel que "se anonadó tomando la forma de siervo". Por eso debe estar dispuesto a permanecer durante toda su vida en la vocación, a renunciarse a sí mismo y a todo lo que poseía y a "hacerse todo a todos".

El que anuncia el Evangelio entre los gentiles dé a conocer con confianza el misterio de Cristo, cuyo legado es, de suerte que se atreva a hablar de El como conviene, no avergonzándose del escándalo de la cruz. Siguiendo las huellas de su Maestro, manso y humilde de corazón, manifieste que su yugo es suave y su carga ligera. Dé testimonio de su Señor con su vida enteramente evangélica, con mucha paciencia, con longanimidad, con suavidad, con caridad sincera, y si es necesario, hasta con la propia sangre.

Dios le concederá valor y fortaleza para que vea la abundancia de gozo que se encierra en la experiencia intensa de la tribulación y de la absoluta pobreza. Esté convencido de que la obediencia es la virtud característica del ministro de Cristo, que redimió al mundo con su obediencia.

A fin de no descuidar la gracia que poseen, los heraldos del Evangelio han de renovar su espíritu constantemente. Los ordinarios y superiores reúnan en tiempos determinados a los misioneros para que se tonifiquen en la esperanza de la vocación y se renueven en el ministerio apostólico, estableciendo incluso algunas casas apropiadas para ello.

Formación espiritual y moral

25. El futuro misionero ha de prepararse con una especial formación espiritual y moral para un empeño tan elevado. Debe ser capaz de iniciativas constantes para continuar los trabajos hasta el fin, perseverante en las dificultades, paciente y fuerte en sobrellevar la soledad, el cansancio y el trabajo infructuoso. Se presentará a los hombres con mente abierta y corazón dilatado; recibirán con gusto los cargos que se le confíen; se acomodará generosamente a las costumbres ajenas y a las cambiantes condiciones de los pueblos, ayudará a sus hermanos y a todos los que se dedican a la misma obra con espíritu de concordia y de caridad mutua, de suerte que imitando, juntamente con los fieles, la comunidad apostólica, constituyan un solo corazón y una sola alma (Cf. Act., 2,42; 4,32).

Ejercítense, cultívense y nútranse cuidadosamente de vida espiritual estas disposiciones de alma ya desde el tiempo de la formación. Lleno de fe viva y de esperanza firme, el misionero sea hombre de oración: inflámese en el espíritu de fortaleza, de amor y de templanza; aprenda a contentarse con lo que tiene; lleve en sí mismo con espíritu de sacrificio la muerte de Jesús, para que la vida de Jesús obre en aquellos a los que es enviado; llevado del celo por las almas gástelo todo y sacrifíquese a sí mismo por ellas, de forma que crezca " en el amor de Dios y del prójimo con el cumplimiento diario de su ministerio". Cumpliendo así con Cristo la voluntad del Padre continuará su misión bajo la autoridad jerárquica de la Iglesia y cooperará al misterio de la salvación.

Formación doctrinal y apostólica

26. Los que hayan de ser enviados a los diversos pueblos como buenos ministros de Jesucristo, estén nutridos "con las palabras de la fe y de la buena doctrina", que tomarán ante todo, de la Sagrada Escritura, estudiando a fondo el Misterio de Cristo, cuyos heraldos y testigos han de ser.

Por lo cual todos los misioneros - sacerdotes, hermanos, hermanas, laicos, cada uno según su condición- han de prepararse y formarse para que no se vean incapaces ante las exigencias de su labor futura. Dispóngase ya desde el principio su formación doctrinal de suerte que abarque la universalidad de la Iglesia y la diversidad de los pueblos. Esto se refiere a todas las disciplinas, con las que se preparan para el cumplimiento de su ministerio, y las otras ciencias, que aprenden útilmente para alcanzar los conocimientos ordinarios sobre pueblos, culturas y religiones, con miras no sólo al pasado, sino también a la época actual. El que haya de ir a un pueblo extranjero aprecie debidamente su patrimonio, su lengua y sus costumbres. Es necesario, sobre todo, al futuro misionero dedicarse a los estudios misionológicos; es decir, conocer la doctrina y las disposiciones de la Iglesia sobre la actividad misional, saber qué cambios han recorrido los mensajeros. del Evangelio en el decurso de los siglos, la situación actual de las misiones y también los métodos considerados hoy como más eficaces.

Aunque toda esta formación ha de estar llena de solicitud pastoral, ha de darse, sin embargo, una especial y ordenada formación apostólica, teórica y práctica.

Aprendan bien y prepárense en catequética el mayor número posible de hermanos y de hermanas para que puedan colaborar mejor en el apostolado.

Es necesario también que los que se dedican por un tiempo determinado a la actividad misionera adquieran una formación apropiada a su condición.

Pero esta diversa formación ha de completarse en la región a la que serán enviados, de suerte que los misioneros conozcan ampliamente la historia, las estructuras sociales y las costumbres de los pueblos, estén bien enterados del orden moral, de los preceptos religiosos y de su mentalidad acerca de Dios, del mundo y del hombre, conforme a sus sagradas tradiciones. Aprendan las lenguas hasta el punto de poder usarlas con soltura y elegancia, y encontrar en ello una más fácil penetración en las mentes y en los corazones de los hombres. Han de ser iniciados, como es debido, en las necesidades pastorales características de cada pueblo.

Algunos han de prepararse también de un modo más profundo en los Institutos misionológicos u otras Facultades o Universidades para desempeñar más eficazmente cargos especiales y poder ayudar con sus conocimientos a los demás misioneros en la realización de su labor, que presenta tantas dificultades y oportunidades, sobre todo en nuestro tiempo. Es muy de desear, además que las Conferencias regionales de los Obispos tengan a su disposición buen número de peritos y usen de su saber y experiencia en las necesidades de su cargo. Y no falten tampoco quienes sepan usar perfectamente los instrumentos técnicos y de comunicación social, cuya importancia han de apreciar todos.

Institutos que trabajan en las misiones

27. Aunque todo esto es enteramente necesario para cada uno de los misioneros, sin embargo, es difícil que puedan conseguirlo aisladamente. No pudiéndose satisfacer la obra misional individualmente, como demuestra la experiencia, la vocación común congregó a los individuos en Institutos, en los que, reunidas las fuerzas, se formen convenientemente y cumplan esa obra en nombre de la Iglesia y a disposición de la autoridad jerárquica. Estos Institutos sobrellevaron desde hace muchos siglos el peso del día y del calor, entregados a la obra misional ya enteramente, ya sólo en parte.

Muchas veces la Santa Sede les ha confiado evangelizar vastos territorios en que reunieron un pueblo nuevo para Dios, una iglesia local unida y sus pastores. Fundadas las iglesias con su sudor y a veces con su sangre, servirán con celo y experiencia, en fraterna cooperación, o ejerciendo la cura de almas, o cumpliendo cargos especiales para el bien común.

A veces asumirán trabajos más urgentes en todo el ámbito de alguna región; por ejemplo, la evangelización de grupos o de pueblos que quizá no recibieron el mensaje del Evangelio por razones especiales o lo rechazaron hasta el momento.

Si es necesario, están dispuestos a formar y a ayudar con su experiencia a los que se ofrecen por tiempo determinado a la labor misional.

Por estas causas y porque aún hay que llevar muchas gentes a Cristo, continúan siendo muy necesarios los Institutos.

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