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CONCLUSIÓN
15. Es patente, pues, que los hombres de nuestro tiempo desean poder profesar libremente la religión en privado y en público; y aún más, que la libertad religiosa se declara como derecho civil en muchas Constituciones y se reconoce solemnemente en documentos internacionales.
Pero no faltan regímenes en los que, si bien su Constitución reconoce la libertad de culto religioso, sin embargo, las mismas autoridades públicas se empeñan en apartar a los ciudadanos de profesar la religión y en hacer extremadamente difícil e insegura la vida de las comunidades religiosas.
Saludando con alegría los venturosos signos de este tiempo, pero denunciando con dolor estos hechos deplorables, el sagrado Concilio exhorta a los católicos y ruega a todos los hombres que consideren con toda atención cuán necesaria es la libertad religiosa, sobre todo en las presentes condiciones de la familia humana.
Es evidente que todos los pueblos se unen cada vez más, que los hombres de diversa cultura y religión se ligan con lazos más estrechos, y que se acrecienta la conciencia de la responsabilidad propia de cada uno. Por consiguiente, para que se establezcan y consoliden las relaciones pacíficas y la concordia en el género humano, se requiere que en todas las partes del mundo la libertad religiosa sea protegida por una eficaz tutela jurídica y que se respeten los supremos deberes y derechos de los hombres para desarrollar libremente la vida religiosa dentro de la sociedad.
Quiera Dios, Padre de todos, que la familia humana, mediante la diligente observancia de la libertad religiosa en la sociedad, por la gracia de Cristo y el poder del Espíritu Santo, llegue a la sublime e indefectible "libertad de la gloria de los hijos de Dios" (Rom., 8, 21).
Todas y cada una de las cosas de esta Declaración fueron del agrado a los Padres del Sacrosanto Concilio. Y Nos, con la Apostólica autoridad conferida por Cristo, juntamente con los Venerables Padres, en el Espíritu Santo, las aprobamos, decretamos y establecemos y mandamos que, decretadas sinodalmente, sean promulgadas para gloria de Dios.
Roma, en San Pedro, día 7 de diciembre del año 1965.
Yo, PABLO, Obispo de la Iglesia Católica
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