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CAPÍTULO V.- UNIVERSAL VOCACIÓN Y LA SANTIDAD EN LA IGLESIA
Llamamiento a la santidad
39. La Iglesia, cuyo misterio expone este sagrado Concilio, creemos que es indefectiblemente santa, ya que Cristo, el Hijo de Dios, a quien con el Padre y el Espíritu llamamos "el solo Santo", amó a la Iglesia como a su esposa, entregándose a sí mismo por ella para santificarla (cf. Ef 5,25-26), la unió a sí mismo como su propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios. Por eso, todos en la Iglesia, ya pertenezcan a la jerarquía, ya pertenezcan a la grey, son llamados a la santidad, según aquello del Apóstol : "Porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación" (1 Tes 4,3; Ef 1,4). Esta santidad de la Iglesia se manifiesta incesantemente y se debe manifestar en los frutos de gracia que el Espíritu Santo produce en los fieles; se expresa de múltiples modos en todos aquellos que, con edificación de los demás, se acercan en su propio estado de vida a la cumbre de la caridad; pero aparece de modo particular en la práctica de los que comúnmente llamamos consejos evangélicos. Esta práctica de los consejos, que por impulso del Espíritu Santo algunos cristianos abrazan, tanto en forma privada como en una condición o estado admitido por la Iglesia, da en el mundo, y conviene que lo dé, un espléndido testimonio y ejemplo de esa santidad.
El Divino Maestro y modelo de toda perfección
40. Nuestro Señor Jesucristo predicó la santidad de vida, de la que El es Maestro y Modelo, a todos y cada uno de sus discípulos, de cualquier condición que fuesen. "Sed, pues, vosotros perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto" (Mt 5, 48). Envió a todos el Espíritu Santo, que los moviera interiormente, para que amen a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas (cf. Mc 12,30), y para que se amen unos a otros como Cristo nos amó (cf. Jn 13,34; 15,12). Los seguidores de Cristo, llamados por Dios, no en virtud de sus propios méritos, sino por designio y gracia de El, y justificados en Cristo Nuestro Señor, en la fe del bautismo han sido hechos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y por lo mismo santos; conviene, por consiguiente, que esa santidad que recibieron sepan conservarla y perfeccionarla en su vida, con la ayuda de Dios. Les amonesta el Apóstol a que vivan "como conviene a los santos" (Ef 5,3, y que "como elegidos de Dios, santos y amados, se revistan de entrañas de misericordia, benignidad, humildad, modestia, paciencia" (Col 3,12) y produzcan los frutos del Espíritu para santificación (cf. Gal 5,22; Rom 6,22). Pero como todos tropezamos en muchas cosas (cf. Sant 3,2), tenemos continua necesidad de la misericordia de Dios y hemos de orar todos los días: "Perdónanos nuestras deudas" (Mt 6, 12). Fluye de ahí la clara consecuencia que todos los fieles, de cualquier estado o condición, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, que es una forma de santidad que promueve, aun en la sociedad terrena, un nivel de vida más humano. Para alcanzar esa perfección, los fieles, según la diversas medida de los dones recibidos de Cristo, siguiendo sus huellas y amoldándose a su imagen, obedeciendo en todo a la voluntad del Padre, deberán esforzarse para entregarse totalmente a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Así la santidad del Pueblo de Dios producirá frutos abundantes, como brillantemente lo demuestra en la historia de la Iglesia la vida de tantos santos.
La santidad en los diversos estados
41. Una misma es la santidad que cultivan en cualquier clase de vida y de profesión los que son guiados por el espíritu de Dios y, obedeciendo a la voz del Padre, adorando a Dios y al Padre en espíritu y verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, para merecer la participación de su gloria. Según eso, cada uno según los propios dones y las gracias recibidas, debe caminar sin vacilación por el camino de la fe viva, que excita la esperanza y obra por la caridad.
Es menester, en primer lugar, que los pastores del rebaño de Cristo cumplan con su deber ministerial, santamente y con entusiasmo, con humildad y fortaleza, según la imagen del Sumo y Eterno sacerdote, pastor y obispo de nuestras almas; cumplido así su ministerio, será para ellos un magnífico medio de santificación. Los escogidos a la plenitud del sacerdocio reciben como don, con la gracia sacramental, el poder ejercitar el perfecto deber de su pastoral caridad con la oración, con el sacrificio y la predicación, en todo género de preocupación y servicio episcopal, sin miedo de ofrecer la vida por sus ovejas y haciéndose modelo de la grey (cf. 1 Pe 5,13). Así incluso con su ejemplo, han de estimular a la Iglesia hacia una creciente santidad.
Los presbíteros, a semejanza del orden de los Obispos, cuya corona espiritual forman participando de la gracia del oficio de ellos por Cristo, eterno y único Mediador, crezcan en el amor de Dios y del prójimo por el ejercicio cotidiano de su deber; conserven el vínculo de la comunión sacerdotal; abunden en toda clase de bienes espirituales y den a todos un testimonio vivo de Dios, emulando a aquellos sacerdotes que en el transcurso de los siglos nos dejaron muchas veces con un servicio humilde y escondido, preclaro ejemplo de santidad, cuya alabanza se difunde por la Iglesia de Dios. Ofrezcan, como es su deber, sus oraciones y sacrificios por su grey y por todo el Pueblo de Dios, conscientes de lo que hacen e imitando lo que tratan. Así, en vez de encontrar un obstáculo en sus preocupaciones apostólicas, peligros y contratiempos, sírvanse más bien de todo ello para elevarse a más alta santidad, alimentando y fomentando su actividad con la frecuencia de la contemplación, para consuelo de toda la Iglesia de Dios. Todos los presbíteros, y en particular los que por el título peculiar de su ordenación se llaman sacerdotes diocesanos, recuerden cuánto contribuirá a su santificación el fiel acuerdo y la generosa cooperación con su propio Obispo.
Son también participantes de la misión y de la gracia del supremo sacerdote, de una manera particular, los ministros de orden inferior, en primer lugar los diáconos, los cuales, al dedicarse a los misterios de Cristo y de la Iglesia, deben conservarse inmunes de todo vicio y agradar a Dios y ser ejemplo de todo lo bueno ante los hombres (cf. 1 Tim 3,8-10; 12-13). Los clérigos, que llamados por Dios y apartados para su servicio se preparan para los deberes de los ministros bajo la vigilancia de los pastores, están obligados a ir adaptando su manera de pensar y sentir a tan preclara elección, asiduos en la oración, fervorosos en el amor, preocupados siempre por la verdad, la justicia, la buena fama, realizando todo para gloria y honor de Dios. A los cuales todavía se añaden aquellos seglares, escogidos por Dios, que, entregados totalmente a las tareas apostólicas, son llamados por el Obispo y trabajan en el campo del Señor con mucho fruto.
Conviene que los cónyuges y padres cristianos, siguiendo su propio camino, se ayuden el uno al otro en la gracia, con la fidelidad en su amor a lo largo de toda la vida, y eduquen en la doctrina cristiana y en las virtudes evangélicas a la prole que el Señor les haya dado. De esta manera ofrecen al mundo el ejemplo de una incansable y generoso amor, construyen la fraternidad de la caridad y se presentan como testigos y cooperadores de la fecundidad de la Madre Iglesia, como símbolo y al mismo tiempo participación de aquel amor con que Cristo amó a su Esposa y se entregó a sí mismo por ella. Un ejemplo análogo lo dan los que, en estado de viudez o de celibato, pueden contribuir no poco a la santidad y actividad de la Iglesia. Y por su lado, los que viven entregados al duro trabajo conviene que en ese mismo trabajo humano busquen su perfección, ayuden a sus conciudadanos, traten de mejorar la sociedad entera y la creación, pero traten también de imitar, en su laboriosa caridad, a Cristo, cuyas manos se ejercitaron en el trabajo manual, y que continúa trabajando por la salvación de todos en unión con el Padre; gozosos en la esperanza, ayudándose unos a otros en llevar sus cargas, y sirviéndose incluso del trabajo cotidiano para subir a una mayor santidad, incluso apostólica.
Sepan también que están unidos de una manera especial con Cristo en sus dolores por la salvación del mundo todos los que se ven oprimidos por la pobreza, la enfermedad, los achaques y otros muchos sufrimientos o padecen persecución por la justicia: todos aquellos a quienes el Señor en su Evangelio llamó Bienaventurados, y a quienes: "El Señor... de toda gracia, que nos llamó a su eterna gloria en Cristo Jesús, después de un poco de sufrimiento, nos perfeccionará El mismo, nos confirmará, nos solidificará" (1 Pe 5,10).
Por consiguiente, todos los fieles cristianos, en cualquier condición de vida, de oficio o de circunstancias, y precisamente por medio de todo eso, se podrán santificar de día en día, con tal de recibirlo todo con fe de la mano del Padre Celestial, con tal de cooperar con la voluntad divina, manifestando a todos, incluso en el servicio temporal, la caridad con que Dios amó al mundo.
Los consejos evangélicos
42. "Dios es caridad y el que permanece en la caridad permanece en Dios y Dios en El" (1 Jn 4,16). Y Dios difundió su caridad en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado (cf. Rom 5,5). Por consiguiente, el don principal y más necesario es la caridad con la que amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por El. Pero a fin de que la caridad crezca en el alma como una buena semilla y fructifique, debe cada uno de los fieles oír de buena gana la Palabra de Dios y cumplir con las obras de su voluntad, con la ayuda de su gracia, participar frecuentemente en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, y en otras funciones sagradas, y aplicarse de una manera constante a la oración, a la abnegación de sí mismo, a un fraterno y solícito servicio de los demás y al ejercicio de todas las virtudes. Porque la caridad, como vínculo de la perfección y plenitud de la ley (cf. Col 3,14), gobierna todos los medios de santificación, los informa y los conduce a su fin. De ahí que el amor hacia Dios y hacia el prójimo sea la característica distintiva del verdadero discípulo de Cristo.
Así como Jesús, el Hijo de Dios, manifestó su caridad ofreciendo su vida por nosotros, nadie tiene un mayor amor que el que ofrece la vida por El y por sus hermanos (cf. 1 Jn 3,16; Jn 15,13). Pues bien, ya desde los primeros tiempos algunos cristianos se vieron llamados, y siempre se encontrarán otros llamados a dar este máximo testimonio de amor delante de todos, principalmente delante de los perseguidores. El martirio, por consiguiente, con el que el discípulo llega a hacerse semejante al Maestro, que aceptó libremente la muerte por la salvación del mundo, asemejándose a El en el derramamiento de su sangre, es considerado por la Iglesia como un supremo don y la prueba mayor de la caridad. Y si ese don se da a pocos, conviene que todos vivan preparados para confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia.
La santidad de la Iglesia se fomenta también de una manera especial en los múltiples consejos que el Señor propone en el Evangelio para que los observen sus discípulos, entre los que descuella el precioso don de la gracia divina que el Padre da a algunos (cf. Mt 19,11; 1 Cor 7,7) de entregarse más fácilmente sólo a Dios en la virginidad o en el celibato, sin dividir con otro su corazón (cf. 1 Cor 7,32-34). Esta perfecta continencia por el reino de los cielos siempre ha sido considerada por la Iglesia en grandísima estima, como señal y estímulo de la caridad y como un manantial extraordinario de espiritual fecundidad en el mundo.
La Iglesia considera también la amonestación del Apóstol, quien, animando a los fieles a la práctica de la caridad, les exhorta a que "sientan en sí lo que se debe sentir en Cristo Jesús", que "se anonadó a sí mismo tomando la forma de esclavo... hecho obediente hasta la muerte" (Flp 2,7-8), y por nosotros " se hizo pobre, siendo rico" (2 Cor 8,9). Y como este testimonio e imitación de la caridad y humildad de Cristo, habrá siempre discípulos dispuestos a darlo, se alegra la Madre Iglesia de encontrar en su seno a muchos, hombres y mujeres, que sigan más de cerca el anonadamiento del Salvador y la ponen en más clara evidencia, aceptando la pobreza con la libertad de los hijos de Dios y renunciando a su propia voluntad, pues ésos se someten al hombre por Dios en materia de perfección, más allá de lo que están obligados por el precepto, para asemejarse más a Cristo obediente.
Quedan, pues, invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a buscar la santidad y la perfección de su propio estado. Vigilen, pues, todos por ordenar rectamente sus sentimientos, no sea que en el uso de las cosas de este mundo y en el apego a las riquezas, encuentren un obstáculo que les aparte, contra el espíritu de pobreza evangélica, de la búsqueda de la perfecta caridad, según el aviso del Apóstol: "Los que usan de este mundo, no se detengan en eso, porque los atractivos de este mundo pasan" (cf. 1 Cor 7,31).
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