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La aventura de la propia historia
Los guionistas y publicistas saben valorar una buena historia. Pero hay mucha gente que no encuentra el sentido de su vida, de su propia historia. Un sentido que depende sobre todo del final. Y es difícil, o imposible, vivir sin sentido, sin saber hacia dónde se va y por tanto qué hacer y cómo.
El resultado de un partido de fútbol es lo que acaba de dar sentido pleno al juego. Ciertamente, también importa cómo se desarrolla, porque la participación tiene su emoción y su belleza; pero de tal modo que sea posible ganar. Cada jugada debería ir dirigida a esa meta.
En la película «Diarios de la calle» (Freedom writers, R. La Gravenese, 2007) se ve que especialmente los jóvenes aspiran a protagonizar su propia historia y poder contarla a los demás. Al final del camino cada uno debería de poder «contar su historia», la que escribió libremente.
Quien tiene proyectos, esperanzas, metas o ideales, proyectos pequeños o grandes, trabaja y se esfuerza por ellos. Pero ese esfuerzo —señala Benedicto XVI en su encíclica sobre la esperanza— puede desembocar fácilmente en cansancio, por la experiencia de las frustraciones o del fracaso, o en fanatismo. La voluntad necesita la luz de la inteligencia, si ésta sabe adónde dirigirse. A veces lo descubre a la mitad del camino, como ocurrió a la actriz italiana Claudia Koll, que lo hizo implicándose primero en actividades de voluntariado y beneficencia, y luego mediante «un viaje al interior» de sí misma. Y concluye: «Cuando se es auténtico en la búsqueda de sí mismo, necesariamente se busca también a Dios» (Zenit, 19.2.09).
Dios da la luz a quien la busca. Y esa luz es la fe, que es también fuerza e impulso —esperanza— para vivir amando. «Sólo la gran esperanza-certeza de que, a pesar de todas las frustraciones, mi vida personal y la historia en su conjunto están custodiadas por el poder indestructible del Amor y que, gracias al cual, tienen para él sentido e importancia, sólo una esperanza así puede en ese caso dar todavía ánimo para actuar y continuar». Cabría resumir: el que ama con la luz de Dios vence el cansancio y se sitúa en el polo opuesto al fanático.
Ahora bien, esa luz y ese amor son don de Dios; no se consiguen por las meras fuerzas humanas. ¿Cuál es, entonces, el sentido de la obra humana, del trabajo con vistas al Reino de Dios que de alguna manera comienza en este mundo? La respuesta de la encíclica es esta: podemos y debemos actuar dejándonos iluminar con la fe para llenarnos de la verdad del amor, que da sentido a lo más grande y a lo más pequeño; y de esa forma, el trabajo mismo puede acrecentar la esperanza que lleva a vivir con plenitud. Brevemente: «Podemos abrirnos nosotros mismos y abrir el mundo para que entre Dios: la verdad, el amor y el bien». Y añade, con referencia a San Pablo: «Esto es lo que han hecho los santos que, como 'colaboradores de Dios', han contribuido a la salvación del mundo». En efecto, los santos lo fueron también por su acción y su trabajo, como fruto de su unión con Cristo en la oración y en la Eucaristía. Y solían examinarse con frecuencia, para comprobar si el amor era el verdadero motor de su obrar.
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