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Religión y dinero
El ciudadano medianamente inteligente, ante la noticia de que el Gobierno y la Conferencia Episcopal han alcanzado por fin un acuerdo sobre ciertos aspectos de la financiación de la Iglesia católica, podría preguntarse dos cuestiones de peso. La primera, ¿por qué la religión ha de ser subvencionada con dinero público en un Estado neutral, o laico, como el español? La segunda, ¿por qué ha de ser la Iglesia católica la única, o la principal, beneficiaria de esa financiación estatal? Conviene responder cuidadosamente esas cuestiones, no sea que alguien pueda pensar que en España se está dando injustamente a Dios algo que corresponde sólo al césar.
La financiación de las iglesias con cargo a fondos públicos es una práctica común en todo el mundo occidental. Los medios utilizados son diversos, e incluyen las exenciones fiscales a actividades o propiedades religiosas, los incentivos al mecenazgo —es decir, las deducciones fiscales por las cantidades donadas a instituciones religiosas—, así como la financiación pública de la enseñanza religiosa en la escuela, del patrimonio histórico religioso dedicado al culto y de las capellanías que se ocupan de la asistencia religiosa en establecimientos militares, hospitalarios o penitenciarios. Además, en Europa están bastante extendidos tres modelos básicos de financiación directa. Uno es la dotación en los presupuestos generales del Estado (por ejemplo, Inglaterra o Noruega), ya abandonada en España. Otro es el impuesto eclesiástico (por ejemplo, Alemania), donde el Estado actúa de recaudador del tributo que las iglesias pueden imponer a sus fieles. El tercero es la llamada «asignación tributaria», en el que los ciudadanos pueden decidir, mediante una declaración individual expresa, que un porcentaje de su impuesto sobre la Renta se entregue a la iglesia de su elección. Es el sistema actualmente vigente en Italia, con un porcentaje del 0,8 por ciento, y en España, donde el Gobierno acaba de acceder a subirlo del 0,52 por ciento al 0,7 por ciento.
Las políticas de financiación pública de la religión se basan sobre tres factores implícitos. Primero, que los fondos públicos pertenecen a los ciudadanos y no a los gobiernos, que son sólo sus gestores. Segundo, que la ayuda económica a las religiones institucionales es, sobre todo, una ayuda al ejercicio de un derecho fundamental, la libertad religiosa, de igual manera que la financiación de sindicatos o de partidos políticos tiene por objeto facilitar la libertad de asociación o el derecho de participación política. Tercero, que se considera la religión como un elemento positivo para una sociedad, lo cual contrasta con la desenfocada imagen a veces alimentada por los medios de comunicación, al hilo de radicalismos promovidos por ciertos líderes religiosos en diversos lugares del planeta. Lo «noticiable» suele ser lo extraordinario, de manera que termina por transmitirse subliminalmente un concepto de religión como factor de conflicto. La «cara oculta» de la religión rara vez salta a la luz: por ejemplo, el trabajo diario de tantos miembros de instituciones religiosas, y de ONG inspiradas por creencias religiosas, que se ocupan de una inmensa red capilar de labores asistenciales, dentro y fuera del país.
Una religión no se compone sólo de sus dirigentes, sino de todo un variado conjunto de personas que actúan movidas por una fuerte convicción interior que genera en ellas el sincero deseo de ser mejores, en esta vida y en la otra. Incluso en las religiones que suelen ser más a menudo noticia por su conflictividad, el saldo final de su aportación a la sociedad suele ser claramente positivo. La religiosidad de una determinada sociedad puede producir efectos colaterales negativos, pero habitualmente se traduce en un fomento de las virtudes cívicas de los ciudadanos, en una elevación del «nivel ético» de la sociedad. Y, desde una perspectiva estrictamente material, la actividad asistencial de las iglesias es a menudo más eficiente que la gestionada por el Estado, y ahorra mucho dinero al erario público. No hace falta ser creyente para advertir esa realidad. Por eso la tradición anglosajona, siempre práctica, ha diseñado desde antiguo un sistema fiscal que estimula las charitable organizations, religiosas o no.
El fundamento de las políticas de ayuda económica a la religión reclama que se apliquen de manera coherente con el principio de igualdad, sin privilegios injustificados. En España, las exenciones fiscales y los incentivos al mecenazgo ya se aplican de manera muy parecida a la Iglesia católica y a las comunidades evangélicas, judías e islámicas, que desde 1992 tienen acuerdos de cooperación con el Estado. Las iniciativas no religiosas sin fin de lucro pueden acogerse a beneficios análogos, mediante las leyes de fundaciones y de mecenazgo de 2002. No sucede lo mismo, en cambio, con la financiación directa a través de la asignación tributaria, todavía hoy reservada a la Iglesia católica y a las ONG. Además, las religiones sin acuerdo de cooperación con el Estado no perciben beneficio fiscal alguno. Muchos juristas han reclamado una reforma global del sistema, señalando que no existe una clara razón para esas diferencias de trato jurídico. Se viene trabajando en ello en el Ministerio de Justicia, desde la legislatura anterior, aunque sin sentido de urgencia y sin grandes resultados concretos.
La renovación del sistema de asignación tributaria pactada ahora entre Gobierno y obispos es sólo un aspecto parcial, aunque necesario para posibilitar una adecuada financiación de la Iglesia católica, al tiempo que se pone fin a una situación irregular: la prórroga indefinida de una situación que el concordato de 1979 concibió como provisional, porque entendía que lo deseable era la autofinanciación y no la dependencia económica del Estado. En todo caso, la verdadera batalla estará en dar a los contribuyentes una información precisa: que tienen la posibilidad de elegir el destino de una parte de su cuota tributaria, y que eso no les supone pagar más impuestos. Lo cual requerirá campañas de información por parte de la jerarquía católica —no demasiado diligente en este aspecto— y una actitud ecuánime por parte de la Agencia Tributaria, advirtiendo e instruyendo claramente a los contribuyentes sobre sus opciones: por ejemplo, en los protocolos de atención a quienes acuden a las administraciones tributarias para ser ayudados en su declaración del IRPF, o en el diseño del programa informático oficial para la declaración del IRPF.
Además, la elección de los contribuyentes será más reflexiva si la Iglesia católica explica en qué invierte el dinero que le confían los ciudadanos. Muy posiblemente, esa transparencia ayudará a muchos a decidir si deben destinar su dinero a fines en los que perciben una clara utilidad social, o bien a engrosar unos presupuestos generales del Estado de cuyas prioridades se sienten a veces bastante lejanos.
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