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La muerte y la ley

Toda nuestra sociedad se fundamenta en una cosa: evitar la muerte como solución.

Recordemos dos muertes que conmovieron hace unos años los frágiles sentimientos de nuestra sociedad coincidiendo bastante en el tiempo: la de Karla Tucker, ejecutada en Texas, y la de Ramón Sampedro, a quien ayudaron a suicidarse en Galicia. La primera fue eliminar la vida en nombre de una ley; la segunda, en función de un deseo. Entre ambas existe un vínculo, creado por la gente que pretende convertir la muerte en ideología política. ¿Pero puede ser la muerte un proyecto político?

Existe un doble plano dónde inscribir las reflexiones sobre este intento de convertir el homicidio deliberado en programa político. Uno es desde la fe en el acontecimiento histórico de Cristo resucitado, y desde el lugar donde dicho acontecimiento se realiza en el tiempo; esto es la Iglesia. El otro es desde la sociedad civil, laica y plural. Desde este segundo enfoque, el laico, deseo confrontar la ideología de los defensores de la muerte.

Muchas personas partidarias del aborto y la eutanasia activa, es decir de matar al enfermo, al doliente, han criticado la crueldad de la pena de muerte tejana. Otras gentes que rechazan el aborto, reclaman sin embargo la pena de muerte -por ejemplo contra los terroristas o los asesinos de niños. Finalmente unos terceros en nombre de la libertad y del individuo postulan el derecho a los tres tipos de homicidio. En todos ellos anida la vieja idea de que la muerte es una solución social, sea el sujeto reo, enfermo o no nacido.

Desde una perspectiva laica es necesario recordar tres evidencias qué caracterizan a una buena sociedad.

Una es la que nos dice que debemos evitar soluciones colectivas fundamentales en traspasar límites irreversibles. La propia concepción del desarrollo humano sostenible se fundamenta en este principio. La muerte es el mayor de estos límites de donde el retorno es imposible. ¿Podía curarse, podía sanar, podía recuperarse, arrepentirse? Si aplicamos la muerte como solución nunca lo sabremos. No puede haber una política fundamentada en eso. El evitar acusar un daño mayor irreparable es un principio esencial de toda buena ley.

La segunda evidencia nos recuerda que mientras sí existe en la sociedad el derecho a la vida, no figura en ningún lugar el derecho a la muerte. No existe. Nada se puede reclamar en ese campo. Los derechos humanos son el fruto de un largo proceso de la sociedad, un proceso lento de decantación y de grandes consensos sociales e históricos. Confundir la propia subjetividad con una fuente del derecho es un sin sentido. Intentar elevarla a la categoría de ley es una apuesta por el conflicto y la fractura social.

La tercera evidencia es que una sociedad no legisla desde la excepcionalidad, sino desde la normalidad. La vida y su preservación es la norma. La actitud de Sampedro es un extremo. Intentar legislar en nombre de esa persona y sus razones es invertir el sentido de las cosas.

Estos criterios conducen axiomáticamente a una idéntica conclusión: la muerte es un hecho a evitar en sí mismo, sin más consideraciones, y por tanto no se debe utilizar como solución a un problema. Al contrario, existe el deber de desarrollar todas las otras vías posibles.

Por tanto debe penalizarse todo intento de imponer la muerte como solución. Toda nuestra sociedad se fundamenta en esto. Si vulneramos este principio, y en parte ya lo hacen con el aborto, si el relativismo y el subjetivismo penetran en la valoración de la vida y se convierten en norma social, convertiréis la sociedad en un lugar salvaje y tenebroso; porque cuando se rompe la lógica de la vida como fundamento político, se rompe por todas partes. La penalización puede tener excepciones extremas, muy limitadas y circunscritas para que precisamente no pierdan su carácter excepcional. La madre que puede morir en el parto seguramente puede optar a la dolorosa elección entre su vida y la de su hijo. Es el mismo criterio que puede justificar un tratamiento final, personal y discreto ante un caso extremo, incluso puede entenderse la pena de muerte en unas circunstancias de excepcional gravedad, como en un caso de guerra. Aunque es difícil de aceptar, puede resultar asumible para una sociedad ese reducto de la muerte. Lo que resulta erróneo y socialmente peligroso es actuar en sentido contrario y razonar la generalización de la norma a partir de las situaciones extremas.

Hemos de reflexionar. ¿Por qué ha de morir el que comete un asesinato si lo importante no es cobrarnos su vida sino redimirla, recuperarla para el bien? ¿Por qué acabar con la esperanza y el amor que forman parte de la inteligencia humana, por qué desviar a la medicina de su fin real que es curar, recuperar y evitar el dolor? ¿Porqué negar el derecho a vivir al que ha de nacer si la sociedad y muchos hombres y mujeres serían felices procurando su realización como persona? Una sociedad construida sobre estos supuestos de luchar por la vida, crear, afrontar el dolor y la muerte, vivir en la esperanza, amar por nada, es necesariamente muy distinta, genera pautas y valores radicalmente opuestos a los de una sociedad fundamentada en el aborto, la eutanasia, y en otros países la pena de muerte.

Al situar el aborto como una posibilidad trivial equivalente al nacimiento, al presentar la eutanasia activa como una forma de civilidad, y la pena de muerte como un acto de justicia, se está situando al homicidio en: un plano equivalente a la vida. Eso es monstruoso. Lo es como concepción del mundo y lo es en la práctica. Una sociedad que legisle a partir del principio que los problemas se resuelven matando se vuelve una sociedad peligrosa.

No se puede legislar desde la excepcionalidad la muerte y el miedo. No se pueden construir estructuras y paradigmas legales desde la excepción. El aborto es una excepción, la eutanasia activa es una excepción, y la ley, por tanto, lo que debe promover es la norma: calidad de vida desde la concepción hasta el último minuto. Nunca como ahora nuestra sociedad dispone de tantos medios para convertir este gran propósito en realidad. Es la vieja ambición de nuestra especie ¿por qué negarla ahora que está al alcance de la mano?

¿Quién no recuerda a Brecht y su advertencia?; primero fueron a por el comunista, después a por el judío y el gitano; después el militante cristiano, al final vinieron por usted, por mí, por cualquiera. Esa es la lógica de la cultura de la muerte, la lógica que impera cuando el extremismo se apodera de la sociedad. Y por eso es necesario formar una mayoría social y política, más allá de los límites de los partidos, capaces de situar a la vida de todo ser en el centro y prioridad de toda política y todo gobierno. Ya lo cantó uno de los grandes poetas catalanes: Per la vida s'ha fet l'home i no per la mort s'ha fet (para la vida se ha hecho el hombre, y no para la muerte se ha hecho). Esa es la verdad. Toda la verdad. No se dejen engañar.

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