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El tsunami de fin de año, ¿dónde está Dios?

Nunca en nuestra vida personal podremos prescindir de manera absoluta del sufrimiento y la muerte.

Más de ciento cincuenta mil muertos, millones de personas huidas, sin hogar, sólo con el equipaje de su tremendo dolor. Muerte, enfermedades, sufrimiento. La trilogía que siempre nos acompaña y siempre olvidamos, pero ahora en una dimensión monstruosa. Pero no hace falta llegar a tanto. ¿Cuánta desesperación acogemos con el fallecimiento de un ser querido?

Todo esto nos interroga. ¿Qué respuesta le das? ¿Acudes a la más vieja y sombría de todas? "Vivamos, bebamos que en cuatro días moriremos".

O te refugias en ese pragmatismo de vuelo gallináceo: "Qui dia passa, any empeny", es decir, vamos tirando.

Mas la pregunta sigue ahí. ¿Tiene algún sentido tanto daño y dolor? Porque si no lo tiene, digas lo que digas, somos los seres más desgraciados del universo. Podemos recordar para siempre la muerte de quien queremos, pero nunca llegamos a hacer lo suficiente para evitarla. Nunca en nuestra vida personal podremos prescindir de manera absoluta del sufrimiento y la muerte. Ésa es la realidad. Negarla es sólo engañarse.

Pero la respuesta existe. Hay un origen del mal y un motivo de esperanza. La causa la apunta Chateaubriand cuando escribe en sus Memorias de ultratumba que cualquiera que mantenga una somera idea de Dios se ve obligado a creer que la desobediencia bíblica inicial introdujo en el mundo el mal moral y el mal físico.

Con rotundidad lo proclama san Pablo en su Epístola a los Romanos: "El universo creado se encuentra sometido al fracaso, no por voluntad propia sino porque alguien lo ha sometido, pero mantie-ne la esperanza. Todo él gime y sufre dolores de parto. Y no solamente él, también nosotros anhelando ser plenamente hijos (de Dios)".

La respuesta en la concepción cristiana surge de la afirmación de la ruptura inicial entre el hombre y Dios, que narra el Génesis. Ruptura sólo posible porque el hombre creado libre, en el uso de esta libertad proclama su soberbia buscando en el conocimiento del mal su equiparación con el Creador. Una ruptura inicial que se repite en la historia humana. Ahí radica el origen del daño moral y físico y su desarrollo histórico.

El motivo de esperanza es que Dios sigue con nosotros. Podemos rechazarlo, pero está ahí esperando. "Si tenemos a Dios con nosotros, ¿qué tendremos en contra? ¿La angustia, la persecución, el hambre, la muerte violenta? De todo ello saldremos vencedores porque ni la muerte ni la vida, ni nada del universo creado podrá separarnos del amor de Dios que se ha manifestado en Jesucristo", escribió san Pablo. Ésa es la respuesta.

Es en Cristo en quien está personificada nuestra esperanza. Quizás ahora se entienda mejor la crudeza de La Pasión según Gibson, quizás ahora entendamos por qué de un guiñapo humano ensangrentado colgado en la cruz salió tal fuerza que cambió el mundo. Pero no sólo surgió de su trágica entrega, sino de su Resurrección, y con ella la promesa de vida eterna, liberados para siempre del mal y del sufrimiento.

Por eso, quienes olvidan esta fuerza y las razones de su presencia, sólo saben leer el sufrimiento como sufrimiento, sin esperanza ni solución, convertidos en ateos por la vía del dolor. En ateos, y también en los seres más desgraciados, porque ven que el mal prospera sin castigo, porque el daño es gratuito y sin sentido. Si procedes así, te hundes en el abismo de una fe quebrada, aunque no destruida, entre la nada y el espanto, al perder toda esperanza de transformar el mundo, con menos muertes y sufrimientos, más próximo a Dios.

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