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Fe en el preservativo
En realidad, los argumentos de la Iglesia, aunque puedan no gustar, resultan irreprochables.
La polémica en torno al uso del preservativo en las relaciones sexuales no es nada nueva. La postura de la Iglesia católica es bien conocida, no ha cambiado un ápice porque ello supondría variar su misma concepción antropológica.
Por otro lado, los distribuidores del condón no trascienden menos: para ellos también responde a una visión del hombre, radicalmente opuesta a la de la Iglesia, aunque normalmente su postura parezca revestida de superficialidad, al reducirse la cuestión a una mera defensa del «derecho al placer sin riesgos».
Significativamente, esta poco honesta postura, que no suele revelar su verdadera ambición, ha quedado al descubierto por la sinceridad de recientes declaraciones de la Ministra de Sanidad, Elena Salgado, que ha confesado en una entrevista, inquirida a propósito de la confrontación con la Iglesia, su creencia en el preservativo. A mi juicio, tal manifestación condensa la posición de quienes son apóstoles del uso de tal instrumento, más allá de que lo hagan en prevención del sida o del embarazo.
El empleo del preservativo responde a la necesidad de disfrutar del propio cuerpo unido sexualmente al de otra persona, pero recortando la posible trascendencia de dicho acto, es decir, limitando sus efectos a lo que ocurre en el momento de la unión física. En un principio, el objetivo era suprimir la posibilidad de que la relación sexual fuera el origen de una nueva vida, situación que en ocasiones se presentaba como poco deseable, sobre todo si acontecía fuera del matrimonio. Posteriormente, con el descubrimiento de la mortal enfermedad, se postuló su uso como barrera ante el contagio, aunque se mantuviesen los hábitos coitales. Precisamente aquí se ha arriscado la polémica entre los sectores progres y la Iglesia, dado que ésta no promueve el recurso al condón ni siquiera como método preventivo ante la enfermedad.
En realidad, los argumentos de la Iglesia, aunque puedan no gustar, resultan irreprochables. Defiende que la castidad fuera del matrimonio, unida a la fidelidad dentro de él, son garantía más que suficiente de que se va a esquivar el contagio, mucho más que reducir todas las precauciones a un trocito de plástico, que a veces falla, y arrojarse a toda suerte de relaciones promiscuas, hetero-, homo- o bisexuales, como ilustra la propaganda ministerial.
Que el método defendido por la Iglesia es más seguro se puede comprobar en la propia experiencia africana, que todavía algunos ignorantes arrojan en la cara a la propia Iglesia: en países como Uganda ya se hace pedagogía, y no mera propaganda, para educar en la abstinencia, que se ha revelado como solución más efectiva y estabilizadora que las campañas de reparto de condones, que al cabo sirven tan sólo para enriquecer a las multinacionales del gremio -¿alguien pensaba que eran fabricados por una oenegé sin ánimo de lucro, que regala sus productos para que los distribuyan dadivosamente las autoridades y que no ejerce presión sobre éstas para que fomenten su empleo?-. Algunos países occidentales, ya en vías de recuperación de su vena progre, comienzan a propugnar este recurso tan despreciado todavía por la izquierda española.
Pero, como digo, la cuestión que se debate no es puramente la utilización de un medio artificial en las relaciones sexuales, sino que se trata de algo más profundo.
La Iglesia sostiene una doctrina que está enraizada en su concepción del hombre como criatura querida por Dios con unas determinadas condiciones naturales, en las que continúa la tarea misma que el Creador inició: la transmisión de la vida. Considera que el hombre y la mujer se realizan plenamente en su vocación de alianza mutua cuando se unen para toda la vida a fin de constituir una familia.
Por su parte, los creyentes en el preservativo lo ubican en un lugar semejante al de Dios, porque lo defienden a ultranza y lo consideran necesario para que el hombre pueda realizarse en todas sus posibilidades. Claro que para estos las posibilidades humanas tienen un alcance mucho menor que en la visión eclesial, pues todo se reduce a lograr el placer en este mundo, en dar respuesta inmediata al apetito del cuerpo y en procurar eludir las consecuencias no deseadas de lo que digiere.
Quería subrayar las hondas raíces de dos posiciones tan antagónicas, lo que no anuncia precisamente un pronto acuerdo entre ambas. En esta misma línea, deseo felicitar a la Ministra Salgado por su sinceridad, y animar a todos los defensores del condón a que desvelen la auténtica trascendencia de sus opiniones, su carácter de Weltanschauung, y no mera cuestión genital. Así se podrá lograr que, con los verdaderos argumentos de unos y otros sobre la mesa, cada cual pueda adherirse a la visión que considere más acertada. Y de paso, no se podrá ocultar por más tiempo que las consecuencias indeseadas de una relación sexual no son únicamente las que se concretan en un contagio o una preñez. Habrá que decir de una vez por todas que la promiscuidad y la entrega física sin compromiso inundan el alma de inquietantes ectoplasmas que con el tiempo siempre acaban por materializarse.
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