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Halloween: muerte de la belleza en España

Muere la belleza en España, se bosqueja el final de la romántica y delicada honra a los muertos, se impone la victoria de la telebasura, el 'opinionismo', el mal gusto y la falta de trascendencia y delicadeza intelectual. Triunfó el Halloween a la española: calabazas, disfraces siniestros, bromas sin sentido y rituales importados representan una grotesca caricatura existencial de lo que en Irlanda y Estados Unidos es tradición y en España mascarada. Fea vulgaridad en el trato con la muerte frente a la mística del recuerdo de los difuntos amados, mística que estas líneas refieren no tanto al hecho religioso como herencia grecorromana, judía, celta, cristiana, visigoda, árabe y pagana de nuestros antepasados sino como romántico impulso del corazón que evoca a los que fueron su sangre de amor y ternura. No es éste un artículo únicamente de apología de la belleza de la liturgia católica el día de Difuntos sino, mejor, un grito apasionado en defensa de nuestra identidad cultural, histórica y ancestral frente a la conquista yankee de las costumbres y ritos milenarios de España. Y no se critica, insisto, Halloween en los pueblos de raíz anglosajona, donde tiene sentido como legado celta y cristiano en memoria de los difuntos en Irlanda y Norteamérica.

Esta columna expresa la tristeza de alguien que a sus cuarenta y dos años contempla lo que nunca imaginó de joven estudiante en Estados Unidos: cómo Halloween, despojado de su religiosidad y trascendencia para Irlanda y sus nietos estadounidenses, se metamorfosea en España en una fiesta consumista, inculta y fea que para la mayoría de los jóvenes españoles ha suplantado el contenido humanista y espiritual, romántico y místico, del Día de Difuntos y el de Todos los Santos. Resulta penoso comprobar cómo los muchos españoles que critican a los Estados Unidos, desprecian sus virtudes de laboriosidad, casi ausencia de envidia, patriotismo sincero, honestidad, generosidad y rectitud, enjuician con aire de suficiencia su sistema democrático, ridiculizan su modo de vida (que, además, desconocen porque nunca han vivido en tan gran país), ofenden su bandera y odian su cultura, sin embargo, visten como ellos, consumen hamburguesas y comida basura, cambian los Reyes Magos por el icono coca-colero del Papá Noel, cantan su música, ven su cine, leen sus best-seller, y ahora truecan la honra a los muertos por una fiesta presidida por una calabaza sonriente, iluminada y desdentada.

Chesterton, en su artículo «Las costumbres funerarias», escribió que «Esparcir flores sobre una tumba es simplemente el modo en el que una persona normal comunica con un gesto cosas que sólo un gran poeta podría expresar con palabras». Todavía los cementerios de España acogen el gesto poético, existencial, romántico y místico de depositar flores en la tumba del ser amado, mientras los labios del corazón pronuncian una plegaria religiosa o agnóstica mas, siempre, beso de amor en la memoria del amado ausente. Un rito sublime en su delicada hermosura cultural, mística y afectiva ahogado por la risa huera de una calabaza iluminada, por soniquetes mal traducidos entonados por autómatas del guiñol del consumismo festivo en vez del misterio sonoro de un miserere, un responso o un rosario por el eterno descanso de un alma, por ropajes que disfrazan la muerte de charada cuando, sin Dios, la gran charada es la muerte. Los jóvenes españoles, envenenados por la telebasura y la vaciedad de sus líderes culturales, religiosos y familiares, desconocen que para saber vivir hay que saber morir, y que, como el agnóstico Octavio Paz razonó en su ensayo «Todos santos, días de muertos», «es inútil excluir a la muerte de nuestras representaciones, palabras e ideas, porque ella acabará por suprimirnos a todos y en primer término a los que viven ignorándola o fingiendo que la ignoran».

Los adoradores españoles de la calabaza colman los versos de García Lorca en la 'Danza de la Muerte': «Pero no son los muertos los que bailan, estoy seguro, son los otros los que bailan con el mascarón y la vihuela», y en España bailan los que deberían arrodillarse ante la tumba de un antepasado, meditar entre los panteones y nichos de un camposanto solitario, detenerse ante una cruz sin nombre o adornar con una flor una tumba abandonada. Bailan cuando deberían llorar, gritan cuando deberían musitar una oración o una poesía, juegan cuando ni la vida ni la muerte son un juego. El ruido, la algarabía y la vaciedad de Halloween gangrena el alma, antaño hermosa en su místico trato con la muerte, de España.

Recita el poema «Se está muriendo el Otoño», de Juan Ramón Jiménez: «Es un silencio de parques olvidados; huele a tierra de cementerio, y se oye la lluvia en la fronda muerta. Y a la triste claridad de la luna amarillenta, un ruiseñor llora dulces preludios entre la niebla». Sin silencio, sin olor a tierra de cementerio, a la triste claridad de la luna, se pierde hoy en la niebla de la ignorancia ibérica el recuerdo de los difuntos y el trato místico con la inseparable muerte: no saben los españoles que, viviendo sin meditar que vamos a morir, está muriendo España.

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