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Indignarse
EN contra de lo que se pudiera pensar en un primer momento, no es la indignación el sentimiento que me lleva a escribir estas líneas. Mi estado de ánimo es tranquilo, casi bonancible, un poco amodorrado incluso. Por eso creo que me encuentro en las condiciones apropiadas para plantear el tema de la indignación: no existe nada más indignante hoy que el sopor de la sociedad ante el desmoronamiento de sus principios fundamentales.
A fin de cuentas, ¿para qué ofuscarse por nada? Mientras uno tenga trabajo, cañitas con los amigos, familia que lo soporte y medios para tostarse en vacaciones, el resto del mundo ya puede venirse abajo, si quiere. "Después de mí, el diluvio", dijo Luis XV. Y vaya si diluvió para sus descendientes, tanto que perdieron la cabeza en el chaparrón. Por ahí van los tiros: la comodidad de hoy puede convertirse en la guillotina de mañana. Pero todavía somos tan zoquetes que, incluso aceptando este necesario pensamiento, atribuimos su amenaza a la fatalidad o a los hados. Sería un destino oscilante el que nos lleva de las vacas gordas a las flacas y el que transforma el pan de hoy en hambre para mañana. Asumido como inevitable, sólo queda lamentarse o aprovechar el momento, porque lo que venga no está en nuestra mano. ¿Acaso no tenemos todos los medios a nuestro alcance, no es la nuestra la sociedad más avanzada y tolerante? Si el mal tuviera remedio, ya lo habrían arreglado la medicina o la informática. Algunos creen que precisamente están en ello, que es cuestión de tiempo, que toda enfermedad sanará y que toda puerta se abrirá por obra y gracia de chips incorporados en las redes físicas del pensamiento. Allá ellos, vencidos por el sueño entre las ubres cálidas de la vaca más rolliza.
Todo esto es refutable: hay quien se indigna, y mucho, en nuestro mundo perfecto. No hay más que ver y oír a los hinchas futboleros: su vehemencia en el insulto, su prurito de violencia, su hermoso apasionamiento animal. No todo el mundo está dormido, algunos se desgañitan cuando el equipo no cumple y se consuma el fracaso. Ahí se ve que todavía quedan principios por los que merece la pena luchar, denigrar y hasta matar. Ahí se siente todavía el corazón como un órgano que bombea pasiones. No todo está perdido.
Ha sido una broma, claro está. Porque la persona que se indigna a nivel humano existe también en nuestro mundo. Se sonroja con la mendacidad crónica de los políticos, se subleva ante las injusticias televisadas y arde de rabia ante la degradación de los valores tradicionales. En estos parece restaurarse el alma humana. Es la indignación bien fundada, que toquetea la esperanza y casi la despabila. Pero no pasa de ahí. Esto no es más que el calentón después de ver las noticias, y el desahogo digno en la discusión con los amigos afines. Luego, poco a poco, vuelve la calma, si acaso manteniendo un semblante enfurruñado.
Si el indignarse no impulsa al compromiso, estamos hablando de hipocresía. Si se amplifica la palabra pero se obvia la acción, sólo añadimos más ruido a un mundo ya saturado de decibelios. Indignarse por un motivo que lo merezca está bien, lo mismo que está bien enamorarse; pero tanto en uno como en otro caso, quedarse en el nivel sentimental es hacer un brindis al sol, vivir con mando a distancia, como si una fuerza invisible fuera a convertir nuestras emociones en realidades sólidas con sólo desearlo cómodamente tumbados en el sofá.
Esto ha pasado siempre. Las civilizaciones más grandes se han derrumbado cuando su grado de comodidad era más alto, no cuando las acuciaba la pobreza. Porque si nos diéramos cuenta de que el mundo en que nos apoyamos está chillando de dolor, y que además es culpa nuestra, no de una conspiración americana o de una mutación genética, veríamos que la situación es insostenible. Pero cuando uno está confortablemente situado, sólo considera insostenible aquello que se cae. Auguro que la caída será lo único que despierte a muchos, y esto sí que es para indignarse.
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