» Baúl de autor » Angel López-Sidro López
Navidades laicas
Por si alguien no se había percatado, ya está aquí la navidad, con sus dulces, sus luces engalanando las calles, sus anuncios de juguetes y colonias. Sólo faltan las vacaciones para que la dicha sea completa. Los papanoeles de sonrisa petrificada montan guardia a la puerta de los comercios, ante los que se extienden alfombras rojas, aspectos de una espera ansiosa Del Que Ha De Venir. ¿De quién se trata? Del consumidor, por supuesto.
No pretendo hacer mofa de las fiestas, mi afán es puramente descriptivo, aunque en ello se delate el regusto de amargo de apreciar lo descafeinado, superficial y materialista de los días navideños, precisamente porque no debieran ser eso, o al menos no solamente eso. No digo nada nuevo si apunto estas lacras, aunque quiero subrayar un componente original que este año se incorpora a la ornamentación y que destaca especialmente por su brillo: el laicismo. Para quien no se haya percatado de su protagonismo, basta apuntar algunos botones de muestra, como la supresión del belén municipal en Gijón y su sustitución por "paisajes navideños" en Barcelona, la iluminación contra-cultural de las calles de Madrid o la prohibición de los villancicos en algunos colegios públicos. Ante tales decisiones, tomadas al amparo del reciente espíritu laico que respiran nuestras instituciones, uno no puede menos que pensar que la laicidad no consiste en otra cosa que en la marginación de lo religioso. Frente a la elocuencia de los hechos resultaría ofensivo para la inteligencia defender una argumentación diferente.
Desde el punto de vista de un cristiano, lo ideal sería que, por mor del espíritu laico o de lo que fuera, se extirpara cualquier manifestación festiva durante las fechas acostumbradas, que se cancelaran las vacaciones y que se retirasen de las calles los vestigios de oropel. Sería una medida drástica, pero más coherente con un auténtico espíritu laico que la que se mantiene actualmente. Claro que no es laicidad sino laicismo lo que se quiere instilar en nuestros días; no se conforma el mismo con recluir la religiosidad en las conciencias, sino que desea arrancarla de raíz, y para ello actúa con astucia. Sabe que si la Navidad auténtica fuese proscrita, conocería una auténtica resurrección espiritual en el calor de los hogares y en la liturgia de los templos, como antes floreció la fe en las catacumbas. Por eso no se intenta impedir su celebración, sino que, bien al contrario, se incrementa exponencialmente, saturando el espacio de pura parafernalia, de modo que bajo ella quede sepultado todo lo que sea espiritual: se multiplican las luces, se potencia el consumo y se exaltan los ánimos para el buen vivir, comer y beber. Así, uno cree que está celebrando la Navidad porque recibe regalos estupendos, devora manjares exquisitos y se emborracha a conciencia en Nochevieja. A saber lo que está celebrando; pero si puso una copa, una barba postiza o una comilona en lugar del Recién Nacido, no hay duda de que lo más que bulle en su ánimo es el vértigo de la sociedad de consumo.
Ni siquiera esa ristra caramelizada de valorcillos que reparten las insoportables películas navideñas made in USA se acercan a la cuestión profunda, pues se quedan también en renos, risas guturales y buenos deseos de espumillón. En nada. La Navidad no es tampoco la fiesta de los buenos sentimientos, ni de la alianza de las civilizaciones, ni siquiera del talante y la sonrisa. Es la celebración de la venida del Salvador del mundo. Cualquier cosa que se festeje sin esto en medio no tiene sentido. Aunque de eso tratan precisamente las navidades laicas, de la carencia de sentido de todo, que se sustituye por la diversión y el gasto. Prohíban esa navidad, señores laicistas, por favor.
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