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Paisajes de invierno

UN personaje de 'Cosmópolis', la novela de Don DeLillo, reconoce con siniestra lucidez: "Me sentí insertado, una persona en una situación que no ha elegido, aun cuando la elección la tomé yo". Una reflexión muy de hoy, como la que hace el protagonista de 'La vida invisible', de Prada: "Mi propósito no era otro que extraviarme dentro de la ciudad, pero también dentro de mí mismo ( ) hasta que comenzara a sentir que no estaba en ningún sitio, que no pertenecía a ningún sitio, que no era nadie sino tan sólo unos ojos neutrales que registraban la realidad". Despersonalización para encontrarse o, mejor, para encontrar no se sabe qué. La búsqueda como desvarío, la ausencia de uno mismo como hallazgo, el distanciamiento como cercanía a la realidad o a una certeza diferente. Rasgos modernos que reflejan los novelistas más agudos, quien sabe si después de haber experimentado el mismo proceso.

Deambular por las calles, o simplemente observar lo que sale al paso camino del trabajo, resulta ilustrativo, puede que incluso signifique algo. Tres botones de muestra tan sólo: Un grupo de macarrillas reunidos en torno a la litrona: "Al moro que le den por c , yo es por el chocolate". Unos quiceañeros, observando el coche que trata de aparcar junto a ellos: "Cómo nos mira, le damos miedo". Una chica hablando al móvil: "Mira, yo ya te lo advertí, te avisé de que no esperases otra cosa". Cuando golpea el frío las palabras se escapan entre dientes, se bisbisean, aparte de que siempre resulte más que difícil atrapar al vuelo una frase coherente en medio del tumulto de tacos y oraciones tronchadas que tal vez en su submundo sirvan para comunicarse. Todo esto sin asomarse al aliento recalentado de los bares, y mucho menos contemplar la hipnótica mentira televisiva, falsas ventanas de la realidad, puede que ollas donde se cocina.

La mayor sorpresa del que busca es no tropezarse con muchos como él, sino gente que cree haber llegado, o de otros, bastantes, que al despojarse de su personalidad olvidaron que era para encontrar algo mejor y se quedaron así, tal cual, con lo puesto. "La elección la tomé yo", sí, y la debo seguir tomando, todos los cantos de sirena me distraen de mis decisiones, me animan a abdicar de ellas, avisan de que he llegado al Walhalla, al Paraíso de las huríes, que ya no necesito libertad, o la palabra tan sólo.

Los paisajes de invierno se adornan de luces, se pueblan de compradores, bordean el vértigo. El buscador se sumerge o se mantiene al margen. Casi nunca ejerce esa distancia desde dentro, es difícil, un riesgo imprudente. Auscultar el corazón requiere pisar los límites del otro, traspasar la puerta de su mirada, colocarse en su deseo. El deseo puede ser contagioso, a menudo las ideas se trasfunden sin previo aviso, sin previa aceptación. "Mi propósito no era otro que extraviarme". Es doloroso quedarse en casa, es abochornante reconocer la propia soledad, es preferible un vacío, porque la cáscara siempre se puede disfrazar de sonrisas o de Armani. O Zara, que las clases sólo cambian la marca.

El sentido es lo más difícil, porque se implora en lo recóndito al mismo tiempo que se estrangula su ansiedad. La sociedad ofrece respuestas más fáciles, que no exigen caminos iniciáticos ni dolorosas caídas del caballo. El sentido no se encuentra en un trayecto errante por la sociedad de consumo, se haga a pie o en limusina blanca. Late bajo la piel, brilla en los ojos, se oculta tras las luces, es su motivo, lo que uno sabe que vale la pena. Se encuentra cuando no hay miedo de decirlo, cuando ha desaparecido todo miedo, lo dijo San Agustín: "Tarde te amé, Dios mío, tarde te amé". Aún hay tiempo.

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