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La falsa neutralidad

El Estado no tiene creencia religiosa, pero tampoco asume la de la irreligiosidad.

Son dos pequeños acontecimientos recientes, distintos, pero muy reveladores del espíritu (mejor, de la falta de espíritu) dominante en nuestra vida pública. Se trata de un error intelectual y moral, muy probablemente intencionado e interesado. El primero es el malestar suscitado por folleto para prevenir el sida, destinado a los adolescentes, distribuido en un hospital público de Madrid. En él, entre otras cosas, se recomiendan la abstinencia sexual y la fidelidad, y se advierte sobre los riesgos de la práctica homosexual, calificada como anómala, y de la falta de seguridad preventiva del preservativo. Todo, a mi juicio, bastante razonable, aunque contrario a la dictadura de la corrección política, hasta el punto de que las autoridades de la Comunidad se han visto obligadas a declarar que no contiene ninguna posición oficial.

Lo que me interesa no es tanto discutir las opiniones vertidas en el folleto, como mostrar los desvaríos de la neutralidad estatal mal entendida. Pues nada habría sucedido si el texto hubiera contenido los tópicos y prejuicios del paleoprogresismo. El problema no consiste en que las autoridades deban ser neutrales ante las diferentes opiniones, sino en que, al parecer, tienen que asumir la imposición de las consignas de una determinada opinión, que quizá no sea ni mayoritaria y que, aunque, lo fuera, no puede ser impuesta a todos desde el poder. O no hay folletos, o caben folletos diferentes. Lo que no puede ser es censurar lo que no gusta a quien puede censurar.

El otro caso es la polémica suscitada por la propuesta de colocar una placa en el edificio de las Cortes, en memoria de la Madre Maravillas, que nació en un edificio que existió en el mismo lugar. El «argumento» esgrimido por quienes se oponen es un homenaje al sectarismo o un tributo a la estupidez. Es la condición religiosa de la homenajeada la que entrañaría una vulneración de la aconfesionalidad del Estado. Nada habría que oponer a la proliferación de placas dedicadas a ateos o agnósticos, pero todo a rendir tributo público a creyentes. Extravagante manera de neutralidad. El agnosticismo sería así condición de la posibilidad de la ciudadanía. Todo creyente debería ser arrojado fuera de los muros de la descreída ciudad laicista.

Algunos pensadores liberales, con perdón, suelen defender el principio de la neutralidad estatal. Es decir, la idea de que los poderes públicos deben ser neutrales ante las diferentes concepciones del bien, del mundo y de la vida que puedan sumir sus ciudadanos. Otros pensadores liberales, a mi juicio, con mejor razón, opinan que esta neutralidad es imposible y, si fuera posible, es indeseable, porque entrañaría valorar igual los fines sociales nobles y elevados como los bajos y ruines. Esta posición cuenta con un argumento en contra: la posibilidad de que sea la mayoría política eventual la que discrimine entre esos fines. Pero, guste o no, es lo que suele suceder. Existe una forma perfecta de destruir toda neutralidad, y consiste en la imposición por parte de la mayoría de lo que se puede o no decir. Tiene en la aconfesionalidad del Estado uno de sus más acabados ejemplos. Esta aconfesionalidad no entraña la asunción del agnosticismo. El Estado no tiene ninguna creencia religiosa, pero tampoco asume la creencia de la irreligiosidad. Que no exista una religión oficial, no significa que la ciudadanía tenga al agnosticismo como condición de su atribución y disfrute. Lo razonable es rendir homenaje a los ciudadanos que lo merezcan, con independencia de sus creencias religiosas o su falta de ellas. No se entiende que una placa a una monja católica, pueda legítimamente molestar, y no pueda hacerlo una placa que recuerde, pongamos, a un ilustre prócer materialista.

Por esta vía, en realidad, no sólo caminamos hacia la pérdida de la libertad, sino también hacia una transgresión de la Constitución, derivada de pensar, errónea e interesadamente, que la aconfesionalidad del Estado significa que lo público es la increencia (o, por cierto, las creencias religiosas no cristianas), mientras que la religión pertenece al ámbito de lo particular y privado. De ahí a la exclusión de los cristianos de la vida pública apenas hay un paso.

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