» bibel » Otros » George Huber » El brazo de Dios. Una visión cristiana de la Historia
Para llenar el cielo de elegidos
Reconocer la mano de la Providencia en la historia está bien. Afirmar que la acción de Dios no pone trabas a la libertad de los hombres, sino, que, al contrario, la despierta y la sostiene, está muy bien. Profesar que Dios no permite el mal sino para extraer de él, misteriosamente, el bien, es rendir homenaje a Dios y, al mismo tiempo, contribuir a serenar los espíritus y a estimular las voluntades.
Pero estas afirmaciones sobre la presencia actuante de Dios en la historia de la humanidad no bastan. El viajero que, desde París o Berlín, debe encontrarse rápidamente en Roma, no se detiene en Turín o en Milán, sino que va directamente al fin de su viaje. La presencia de Dios en los acontecimientos no es una presencia inactiva, como la de una estatua, sino una presencia dinámica, a la manera de un motor. Empuja hacia un fin. Vemos que el hombre se agita, pero es Dios quien le lleva para conducirle a algún sitio. El hombre propone, pero es Dios quien dispone con vistas a un fin, su fin.
Se ha puesto de relieve muy justamente que dos grandes «teólogos de la Historia», San Agustín y Bossuet, no se limitan a afirmar la acción de Dios en el mundo, sino que ponen el acento en el fin de esta acción: construir la Ciudad de Dios, o dicho de otro modo, procurar la salvación de las almas. San Agustín y Bossuet hubieran rubricado, sin duda, este pensamiento de María Teresa de Soubiran, fundadora de la Sociedad de María Auxiliadora, sobre el fin supremo de la acción de Dios en este mundo: «Dios ha hecho el mundo y él lo trastorna únicamente para hacer santos, sólo por eso».
La importancia de subrayar este fin sobrenatural se impone por muchas razones. En efecto, la causa final, que marca el fin de la acción, es justamente denominada la «reina de las causas». Predomina por su importancia; es una clave de arco. En una operación bien concertada, todo se dispone y organiza con vistas al fin que se quiere conseguir. Y para Dios, el fin a conseguir es la edificación de la Iglesia: salvar a los hombres identificándolos a todos con Cristo Jesús, en la unidad de su Cuerpo Místico.
«La Iglesia es el fin de todas las cosas»
Un gran contemplativo contemporáneo explica de qué modo este fin supremo -la formación del Cuerpo Místico, llamado también el Cristo total o el Gran Cristo, por oposición al Cristo personal- domina todas las iniciativas de Dios respecto a los hombres.
«En la eternidad, Dios contemplaba ya el Cristo total, la Iglesia, y encontraba en él sus complacencias como en la obra maestra de su misericordia. Finis omnium Ecclessia, la Iglesia es el fin de todas las cosas, según el testimonio de San Epifanio. Las mismas vicisitudes: caída de los ángeles, pecados de los hombres, no son permitidos por Dios sino como ocasión y medio de desplegar toda la fuerza de su brazo, toda la medida del amor que quería dar al mundo. ¿Acaso no ha dicho San Agustín que Dios no permite la caída de los ángeles sino para poder crear al hombre? El pecado del hombre es una «feliz culpa» que nos ha valido el Redentor» .
En esta visión cósmica, ¿qué papel tiene el Espíritu Santo? «El Espíritu de amor es el intendente encargado de ejecutar el designio eterno de Dios. Ha puesto los sillares realizando el Misterio de la Encarnación en el seno de María. Desde entonces, continúa su obra expandiendo en nuestras almas una caridad filial que nos identifica con el Verbo encarnado, Cristo Jesús. Esta gracia nos sitúa en Cristo para que constituyamos con él el Cristo total».
Habiendo mostrado así cómo la formación del Cuerpo Místico es la esencia misma del Cristianismo, el Padre Marie-Eugéne marca el lugar de los hombres en la realización del designio de Dios sobre la humanidad. Cada uno tiene un preciso papel que desempeñar. «No hemos venido al mundo para que actuemos a nuestro antojo en él o para que realicemos nuestros fines personales. La Sabiduría divina nos ha colocado en él para que seamos los agentes humanos de su designio divino y los obreros de la tarea precisa que nos ha fijado en su plan.» «Seremos, con seguridad, agentes, amorosamente sometidos o rebeldes -esto dependerá de nosotros-, pero sea la que fuere nuestra actitud, el plan de Dios se realizará con nosotros o contra nosotros. Cuando se haya realizado, el curso del tiempo se detendrá; el mundo habrá vivido, porque la Sabiduría habrá realizado la obra para la que lo había creado.»
Desde estas alturas de Dios, nuestro contemplativo esclarece lo que la prensa y la televisión nos ofrecen cada día de desconcertante en la actualidad política, nacional e internacional: «Dictadores e imperios, pueblos e individuos se agitan. Sus agitaciones se inscriben en la realización del gran designio de Dios y son ordenados a él por su sabiduría, que penetra todo y lo dispone todo de un extremo a otro del mundo».
Un patrimonio del cristiano
Este descubrimiento del sentido profundo de la historia es un privilegio del cristiano. «Es sorprendente, nota un pensador cristiano, que los historiadores anteriores a Cristo, un Herodoto, un Tucídides, un Tito Livio, etcétera, jamás se preguntaran si la historia tenía un sentido. Ni siquiera en Polibio, el más curioso de todos. Ni Platón, ni Aristóteles, creyeron que la historia obedeciera a leyes generales que ordenasen los hechos contingentes. Herodoto, como en nuestros días Burckhardt, estima que el único fin de la historia es salvar del olvido los acontecimientos del pasado. Polibio centra sus escritos sobre el acrecentamiento del poderío romano, esbozando así una cierta significación -muy limitada-de la historia» .
Las cosas cambian con el advenimiento de Cristo. Inspirándose unos mucho, otros menos, en las luces de la Revelación, los pensadores antiguos y los modernos intentan descifrar el «sentido de la historia»: San Agustín, Orosio, Joaquín de Fiore, Bossuet, Voltaire, Vico, Condorcet, Hegel, Augusto Comte, Carlos Marx, etc. «Son numerosos, como puede verse, prosigue L. Cristiani. Y son, asimismo, extremadamente divergentes en sus opiniones respectivas. Y esto es lo que hace bajar la cabeza a los historiadores profesionales que tratan con escepticismo los andamiajes de este tipo, estimando que están basados sobre otra cosa distinta a los simples hechos».
Pero ¿está justificado el escepticismo para un historiador creyente cuando el mismo Dios se cuida de revelarnos el secreto de la historia? «La Biblia pone en todo momento a Dios en primer plano. Hace de él, por decirlo así, el primer personaje de la historia. Es Dios quien ha hecho el cielo y la tierra. Es Dios quien ha castigado a Adán culpable y le ha fijado su tarea, redentora de su pecado. Es Dios quien guía a los patriarcas, el que salva a Noé, quien llama a Abraham, quien conduce a José a Egipto, quien inspira a Moisés, establece su pueblo en Palestina, suscita los profetas, hace consagrar a Saúl y lo reemplaza por David. Es Dios, sobre todo, quien prepara y anuncia desde lejos la Encarnación, la realiza, se muestra a los hombres en Jesucristo, su Hijo unigénito; los rescata en el Calvario, funda una Iglesia infalible e indefectible para continuar su misión redentora hasta la consumación de los siglos. Desde la Creación hasta la Parusía de Cristo, Soberano Juez, todo está reglado, conducido, dominado por Dios». Es decir, que desde las primeras páginas del Génesis, historia de la creación, hasta las páginas finales del Apocalipsis, relato de las últimas peripecias de la Iglesia, la Biblia proclama esta gran verdad, con una precisión cada vez más creciente: Dios, y sólo Dios es el dueño de la historia, y él la conduce con mano dulce y fuerte, hacia el fin que le ha asignado: su gloria para la salvación eterna de las almas.
«El fin que Dios se ha propuesto al crear el mundo es necesariamente el mismo que persigue con su gobernación, escribía el cardenal Amette, arzobispo de París. Todo lo ha hecho para llenar el cielo de elegidos. Tal es, también, el término a que tienden todos los designios de su Providencia sobre los individuos y sobres los pueblos.»
En un sermón que causó sensación en la Universidad de París, donde fue pronunciado, Santo Tomás afirmaba que sobre las grandes realidades que son el objeto de nuestra fe, una viejecita (vetula) tenía un conocimiento más amplio que todos los filósofos juntos de la antigüedad'. Precisamente, una de las verdades familiares al pueblo cristiano y desconocidas para la cultura pagana, antigua y moderna, concierne precisamente al fin de la vida. Ya habiten en un rascacielos o vivan en chozas, la viejecita y el niño formados por un buen catecismo saben hoy que el hombre ha sido creado para conocer, amar y servir a Dios y por este medio conseguir la vida eterna".Acerca del sentido de la historia, el niño de la catequesis y su anciana abuela saben más que los hombres, por cultos que sean, formados fuera de la fe cristiana, sean diplomáticos, ministros, filósofos, premios Nobel o miembros de cualquier academia.
¿El destino, el dinero o la política?
En su encíclica Ad salutem , Pío XI exhorta a los católicos a meditar la doctrina del obispo de Hipona sobre el papel de Dios en la historia. El Papa alaba al autor de la Ciudad de Dios por haber puesto en claro, de manera patente, que la historia está verdaderamente dominada por el Dios de amor: «La historia de la sociedad humana no aparece al espíritu investigador de Agustín sino como el cuadro de la incesante efusión en nosotros de la caridad divina, dirigida al crecimiento de la ciudad celestial fundada por él, a través de los triunfos y de las tribulaciones, pero de tal modo que los excesos de la ciudad terrena contribuyen a la prosperidad de la ciudad celestial, según las palabras de la Sagrada Escritura: «Y sabemos que Dios coordena su acción al bien de los que le aman, de los que según su designio son llamados» .
Es decir, Dios conduce la historia hacia el crecimiento de la ciudad celestial, la familia de los elegidos, el Reino de Dios. El brazo de Dios dirige invisiblemente los pasos de los hombres hacia esta realidad escatológica. La afirmación de la primacía del papel director de Dios entraña la negación de la primacía atribuida a otros agentes, ya sea por el común de los hombres, ya sea por parte de los filósofos. «Insensatos -prosigue Pío XI- son, pues, aquellos que no ven en el curso de los siglos sino un juego ciego, sea del azar, sea de las pasiones y ambiciones de los poderosos de la tierra, sea, en fin, de la perpetua agitación de los espíritus a la búsqueda del progreso económico, cultural o material.»
En otros términos, la historia no está finalmente dominada ni por el azar, ni por la política, ni por la economía, la cultura o la búsqueda del bienestar. Todas estas fuerzas se encuentran puestas por Dios al servicio de los elegidos: «Los acontecimientos no tienen más que un papel: contribuir a la prosperidad de la ciudad de Dios, es decir, a la difusión del Evangelio y a la salvación de las almas, según los consejos secretos, pero siempre misericordiosos, de Aquel que abarca de extremo a extremo vigorosamente y lo gobierna todo con suavidad».Todo está, pues, en función de la marcha de los hombres hacia el más allá. «Pues no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos en busca de la venidera»'". «Porque nuestra ciudadanía en los cielos está» .
Hegel, Marx, Mao...
En su discurso a la Asamblea General del Comité Internacional de Ciencias Históricas, Pablo VI dio, en síntesis, acerca del sentido de la historia, la misma enseñanza que Pío XI en su Encíclica sobre San Agustín. Solamente varía la forma. Pío XI, que se dirigía al mundo católico, procede por afirmaciones. Pablo VI, que habla a un auditorio ideológicamente pluralista, trata el tema con ciertos miramientos, por temor de disgustar a algunos sectores de su auditorio, y así, menciona por alusión el crecimiento de la ciudad celestial. Cuando Pablo VI plantea la cuestión articulada y matizada del sentido de la historia, se detiene en la autonomía de los hombres a la que nuestro tiempo es tan sensible. Planteada la cuestión, el Papa ofrece la única respuesta válida, apelando a aquellos asistentes que reconocen en Dios «el Dueño y Señor de la historia».
Se trata de una cuestión que ningún hombre de fe puede esquivar: «esta historia, tan múltiple, tan progresiva y tan ordenada en su desarrollo en ciertos aspectos, ¿está empujada por una fuerza ciega? ¿Es el fruto del azar, el campo de acción de sólo las libertades humanas enfrentadas las unas a las otras? O no deberíamos más bien intentar descubrir una sabiduría superior, ordenadora, que, permitiendo que se ejerciese libremente el juego de las libertades humanas en los límites que aquélla les asigne, controle, sin embargo, aquel juego y lo oriente hacia fines que les son conocidos y por medios a los que anima un amor inmenso por la humanidad?»«Más de uno, entre vosotros, y Nos lo sabemos, confiesa la existencia y la acción de este Dios oculto, pero misteriosamente presente, actuante a través de los acontecimientos de este mundo, y le rinde homenaje reconociendo en Él al Padre celestial, Dueño y Señor de la historia»
Formar elegidos, a través de las vicisitudes de la tierra, para poblar el cielo: tal es, pues, el fin hacia el que la Providencia hace converger todos los acontecimientos de la historia. «A los ojos de Hegel -escribe Jean Guitton-, la historia se ordenaba en torno al destino de Prusia, que al filósofo le parecía la finalidad de la historia. Para Marx, todo se ordena alrededor del reino del proletariado. Seguramente que para Mao todo se ordena en torno de la prevalencia de un nuevo tipo de hombre, lo que justificaría lo que se ha hecho antes de él. Y Prusia, el proletariado, el hombre de mañana, son las imágenes (laicas) de lo que los judíos llamaban "reino de Dios"» .
«La causa final es la causa de las causas»: los millares y millares de causas, que entran en liza a lo largo de los siglos, han sido orientados por Dios, con una mano a la vez dulce e irresistible, hacia esta causa final: producir elegidos para poblar el cielo. Dios, que es amor, no ha querido estar solo, según la profunda palabra de Dionisio Areopagita; ha creado los hombres por amor, y, después del pecado de Adán, los ha rescatado para hacerles compartir su felicidad.
«Pienso -escribe Jean Guitton- que los "santos" (elegidos) son la razón última de la existencia de las cosas. Me digo á veces que el mundo es un "hagiostat", un "hagiodromo", es decir, como pensaba Bergson (y estas fueron las últimas palabras que de él se imprimieron), "una máquina de hacer dioses". Mi viejo maestro M. Pouget me decía en el mismo sentido: "Dios ha creado el mundo para un puñado de almas que lo adoran"» . Un sacerdote, Claude Roffat, que sabe unir la atención a los acontecimientos del mundo y la adhesión a la fe, citaba también este pensamiento de Bergson, pero en un contexto paradójico. «Periódicos, radio y televisión se conjugan para proporcionarnos a diario su paquete -yo diría su "poubelle"- de noticias dolorosas, alarmantes, a veces atroces; cuidadosamente etiquetadas, publicadas en varias columnas en los unos, orquestadas en la radio, fotografiadas en televisión. Todas las desgracias invaden nuestros oídos y ofuscan nuestros ojos. Accidentes mortales, atracos sangrientos, raptos y asesinatos. Esto en el dominio privado; en el plano universal, guerra civil en Irlanda, guerra internacional en Vietnam, amenazando a la India y al Paquistán, presta a inflamar de nuevo el Próximo Oriente, y la tortura policíaca en Hispanoamérica, y las instituciones racistas en Africa del Sur, y esas máquinas de hacer locos en que se han convertido, en Rusia, los hospitales psiquiátricos» '
Y un pequeño golpe teatral: este desfile de «noticias dolorosas, alarmantes, a veces atroces», se termina con la entrada en escena de las palabras de Bergson: «Dios ha querido y concebido el mundo como una máquina de hacer dioses»". Y esta máquina de hacer dioses funciona perfectamente, sean cuales fueren las impresiones de las gentes que ignoran su mecanismo. Cuando escribía esta frase, nota Claude Roffat, «Bergson era ya cristiano, y vivía en la esperanza». Su fe le llevaba a estar por encima de los acontecimientos -Stalin, Hitler y Mussolini triunfaban entonces- para descubrir la mano de ese «Dios que conmueve el mundo únicamente para hacer santos».
Como un solo hombre que avanza
En su elaboración de una grandiosa teología de la historia, escribe R. Jolivet, «San Agustín saca plenamente a la luz la idea, ya presente en el universalismo de los profetas judíos y esencial al cristianismo, de que la humanidad entera es como un solo hombre que avanza, a través de las pruebas y de las tentaciones, hacia un fin sobrenatural. La historia es como si estuviera dirigida por un pensamiento o una Providencia que, a través de las contingencias temporales, conduce al hombre y a toda la humanidad hacia unos fines que sobrepasan la naturaleza. Desde este punto de vista, el progreso es continuo, en tanto que el tiempo es irreversible: todos sus momentos tienen un valor y encierran un peso de eternidad; ninguno recuerda a otro y todos son solidarios. Todo colabora a la salvación del mundo. La historia no tiene vacíos: bajo sus rupturas aparentes, una continuidad real encadena todos los instantes de la duración»
En una notable obra sobre El destino y la Providencia, Edouard Stakemeier, teólogo alemán contemporáneo, subraya el dinamismo que traspasa los acontecimientos de la historia: todos están dirigidos hacia el más allá y todos son objeto de una opción de los hombres. Estos no pueden escoger entre la tierra y el más allá, sino entre un más allá con Dios y un más allá sin Dios. Quiéranlo o no, están embarcados en un navío que navega hacia la eternidad; y lo quieran
o no, contribuyen a que la nave avance hacia su destino".
Theodor Haecker, filósofo alemán, pone de relieve la subordinación de la historia profana a la historia religiosa, o para emplear una expresión moderna, a la historia de la salvación: «Toda historia es la historia de un encaminamiento que conduce a la salvación, o de un encaminamiento que aleja de ella; es la historia del acercamiento o del alejamiento de Dios... La historia no existe sino para la historia de los elegidos. A esta historia de los elegidos sirven indefectiblemente la fundación y el ocaso de los imperios, las guerras, las revoluciones... Todo lo que acontece está al servicio de esta finalidad. La felicidad y la desgracia de los pueblos, la paz y la guerra están subordinados a la salvación de los elegidos, cuya comunidad forma el reino de Dios». En él todo ha sido creado, dice San Pablo. Toda la historia de los pueblos tiende secretamente hacia Él, y los caminos del Imperio Romano han sido construidos para sus mensajeros no en los proyectos de los emperadores, sino en los designios de Dios, que hace trabajar hasta a los grandes de la tierra para la extensión de la Iglesia.
La historia religiosa está misteriosamente en el fondo de la historia profana; ésta existe para aquélla; se compenetran misteriosamente la una y la otra. «Historia profana e historia sagrada no son, pues, dos realidades separadas que se desarrollasen paralelamente, sino que están imbricadas la una en la otra. No hay concretamente sino una sola historia humana que se desarrolla a la vez en dos planos. La gracia de la Redención trabaja en pleno corazón de la historia. Puesto que el advenimiento del hombre nuevo en Jesucristo es el fin último hacia el que todo tiende, se puede decir que bajo una determinada consideración, la historia sagrada integra toda la historia profana».
Desde entonces, Jesús de Nazaret está verdaderamente en el centro de la historia. Y el «Cristo total», es decir, el Cristo difundido y extendido a través de los espacios y a través de los siglos, en una palabra, la Iglesia terminada es el objeto final de la historia. Todo lo que existe antes de Cristo está orientado, en el pensamiento de Dios, hacia su venida, y todo lo que sucede después de su primera venida, se beneficia de ella y está orientado hacia su segundo y definitivo advenimiento, que marcará el fin de los tiempos. Nosotros, hombres del siglo XXI, vivimos en una época situada entre estos dos polos.
la historia de los individuos y la de los pueblos. En definitiva, no es hacia el crecimiento del poder temporal del clero, ni hacia el aumento de las pretendidas riquezas de la Iglesia, ni tampoco hacia la consolidación de sus estructuras. Conviene precisar esto, porque la máxima: la Iglesia es el fin de la historia, podría prestarse a equívoco. Las estructuras jurídicas y los recursos materiales son, sin duda, necesarios para la vida de la Iglesia, pero con una necesidad subordinada a su crecimiento espiritual.
En la vía del crecimiento, la Iglesia comprende tres categorías de miembros, cuya participación de la vida de Cristo es diferente: los miembros de la Iglesia terrestre, que presentan aún impurezas; los de la Iglesia purgante, en vías de purificación, y los de la Iglesia celestial, plenamente purificados. El Concilio Vaticano II presenta esta visión grandiosa de la Iglesia: «En espera de que el Señor, escoltado por todos sus ángeles, venga en su gloria, y que, una vez destruida la muerte, todas las cosas sean sometidas a Él, algunos de sus discípulos caminan sobre la tierra, mientras que otros, después de esta vida, sufren la purificación, y otros, en fin, gozando de la gloria, contemplan claramente a Dios uno y trino, tal como es» (Lumen gentium, n. 49).
¿Catástrofe... o bendición para la Iglesia?
Esta orientación universal e irresistible de la historia hacia Dios nos invita a ser prudentes en la interpretación de los acontecimientos. «El Cuerpo Místico de Cristo es el verdadero sujeto de la historia, del mismo modo que la coronación de su crecimiento es la razón de ser y la medida del tiempo que fluye», escribe Irénée Marrou en su Teología de la historia. Pero debe añadirse que el modo concreto cómo se realiza este crecimiento permanece para nosotros en gran medida oculto. El cristiano sabe por la fe que la historia tiene un sentido, pero nada le permite unir este sentido a los aparentes éxitos de la historia, y menos aún a los de la civilización. «¡Cuántos santos permanecen desconocidos, cuántas acciones han originado consecuencias felices o nefastas que nosotros no hemos podido ni medir ni prever! Tal acontecimiento, tal acción..., puede aparecernos como catastrófica para la Iglesia o, al contrario, benéfica para ella mientras que... su influencia ha actuado finalmente en sentido opuesto.» La humanidad avanza «en la penumbra». El cristiano no conoce el sentido concreto de los acontecimientos de la historia, aunque sabe que ésta tiene un sentido, ciertamente.
En resumen, «la historia de la salvación se entrecruza con la de los hombres y la de las ciudades. Están entremezcladas. Lo que aparece poco a poco no es un sentido, sino que son sentidos fragmentarios».
Durante un Congreso de Teología de la Historia, celebrado en Roma en enero de 1971, el P. Yves Congar, O. P., citaba algunas interpretaciones aventuradas de hechos históricos dadas por eclesiásticos de la Edad Media. Del mismo modo, continuaba, un sabio eclesiástico pensaba, «después del desastre de Francia en 1870, que los obispos pertenecientes a la minoría del Concilio Vaticano I, habían sido castigados, porque los prusianos ocupaban su ciudad episcopal y no la de los buenos obispos, favorables al Papado. No se planteaba la cuestión de saber si la ocupación de Roma por los ejércitos del Piamonte tenía o no un sentido de castigo del cielo... Pero en el Concilio, como es bien sabido, una tormenta formidable acompañó la solemne declaración del dogma de la infalibilidad: «Es la protesta del cielo contra la nueva idolatría», murmuraban en voz baja los adversarios de la definición. «Es como en el Sinaí el acompañamiento de la revelación divina», decían triunfantes sus partidarios. Pero, simplemente, no era más que una tormenta de verano. No es la teología, una pseudoteología, la que podía pronunciar aquí una palabra razonable, sino la meteorología. ¿Qué lección extraer de estos menosprecios?
«El teólogo ve las cosas desde el punto de vista de Dios, pero no es Dios; está ligado a lo que Dios ha dicho. Es verdad que Dios habla por y en los acontecimientos, pero, salvo un carisma profético que ni el teólogo ni el historiador están seguros de poseer, no tenemos, para interpretar los acontecimientos como "signos del tiempo", más que la luz de la Revelación testimoniada en las Escrituras y contemplada por la Iglesia en la secular meditación de su Tradición, a su vez moderada por su magisterio pastoral. Esta Revelación es obra del Espíritu Santo, y está centrada totalmente en Jesucristo. Él es quien posee el sentido global y envolvente de la historia. Es la puerta de toda teología de la historia, y su Cruz es la clave de ella».
El P. Congar toma de la literatura francesa una comparación que traduce bien el carácter fragmentario de nuestro saber histórico. «Es verdad, conocemos el plan de salvación de Dios en sus grandes líneas: sabemos, por la fe y por la esperanza, a qué término se encamina el mundo. Textos como los de las epístolas a los Romanos (8,18-30) o a los Efesios (1,3-23) lo señalan de un modo brillante. Nuestra situación es, en cierto modo, inversa a la del hombre natural, que podría ser ilustrada con el caso de Fabricio, el personaje de La Cartuja de Parma, de Stendhal, asistente a lo que más tarde se dijo que había sido la batalla de Waterloo: sosteniendo la brida de un caballo en medio de un campo, no vio sino hechos banales en el pequeño cuadro en que se encontraba; se le escapó totalmente el sentido del conjunto. En la fe nosotros conocemos el sentido de la totalidad, pero en el pequeño marco de nuestra existencia cotidiana se nos escapa con frecuencia el sentido de los hechos particulares. Y es que la historia de la salvación o de la santidad y la historia contemporánea o cósmica se encuentran mezcladas sin confundirse»
Un historiador católico de la primera mitad de este siglo, Georges Goyau, invita también a mostrarse reservados ante la interpretación de los acontecimientos de la historia: «No negaré que con frecuencia se da cierta indiscreción en pretender leer, detalle por detalle, lo que Dios pretendió al permitir o determinar un acontecimiento o una serie de acontecimientos o al concertar una coincidencia; y tales indiscreciones se asemejan a una intrusión en los consejos divinos mucho más que a un homenaje respecto a la Providencia».
La ocupación de Roma por las tropas del Piamonte en septiembre de 1870 y la caída del poder temporal de los Papas merecería figurar como un ejemplo clásico en una teología de la historia. Esta ocupación constituyó un delito contra el derecho internacional; fue una grave ofensa a la Iglesia Católica y a su Jefe. En consecuencia, todos los Papas protestaron contra este delito, desde Pío IX, testigo de ello, hasta Pío XI, a quien la Providencia reservó el poner fin a la espinosa Cuestión Romana y la conclusión de un concordato que «devolvía Dios a Italia e Italia a Dios».La ocupación de Roma fue un mal, pero un mal del que Dios sacó un bien -y qué bien: un papado liberado de la ganga, útil en otro tiempo, del poder temporal; un papado despolitizado, un papado dedicado solamente a su papel espiritual. Si se considera la caída de los Estados Pontificios desde una luz puramente humana, los católicos tenían el derecho -e incluso el deber-de quejarse. Pero si, elevándose a un plano superior, consideraban los hechos bajo la iluminación de la Revelación y más especialmente a la luz del capítulo III de la Carta del Apóstol Pablo a los Romanos, tenían el derecho de abandonarse a la Providencia, que todo lo volvía en favor de sus amigos. Firmes en las seguridades que el mismo Dios les daba en la Escritura, estaban en el derecho de esperar el bien que tarde o temprano extraería Dios de aquel mal. La espera se prolongó desde el 20 de septiembre de 1870 hasta el 11 de febrero de 1929, fecha de la firma de los Acuerdos de Letrán por el cardenal Gasparri, secretario de Estado de Pío XI, y por Benito Mussolini, primer ministro del Rey de Italia, Víctor Manuel III.
La Historia vela y desvela
Aludiendo a la feliz solución de la Cuestión Romana, Juan XXIII hablará de la historia que «vela y que desvela todas las cosas». En el momento de la prueba, la ganga de los acontecimientos oculta con frecuencia el designio de Dios que utilizará el mal. Después, los días y los meses y los años pasan. Y he aquí que, por el juego de los acontecimientos, Dios levanta lentamente el velo que cubría su intención. Y ésta aparece. Y se descubre entonces con estupor que si el mal había sido grande, el bien extraído de allí por la mano omnipotente de Dios es más grande todavía.
En el pensamiento de algunos de sus partidarios, la anexión, por parte del Rey de Italia, de los Estados de la Iglesia significaba un golpe fatal para el Papado, y por lo mismo, para la Iglesia Católica. Mas lo que se produjo fue exactamente lo contrario. Lejos de ser destruída, o al menos debilitada, por la pérdida de los Estados Pontificios, la Iglesia salió de esta prueba purificada y revigorizada. Dios «prende a los sabios en su propia astucia», dice la Santa Escritura, y Santo Tomás comenta: Dios agencia las cosas de tal suerte que al dejar actuar a los sabios de este modo, impide el éxito de sus empresas y cumple al mismo tiempo sus propios designios. Así, al vender a José a los mercaderes egipcios para desembarazarse de él e impedir que se convirtiera en jefe de ellos, sus hermanos realizaron el designio de Dios que consideraba hacer de José gobernador de Egipto y salvador de su raza. Los políticos que a finales del siglo pasado se envanecían de haber asestado un golpe mortal a la Iglesia figuran así, a pesar de ellos mismos, entre sus insignes bienhechores.
Inspirado por una visión superior de las cosas, San Juan de la Cruz tenía, pues, razón para dar a sus lectores este consejo aparentemente paradójico: «Mira que no te entristezcas de repente de los casos adversos del siglo, pues que no sabes el bien que traen consigo ordenado en los juicios de Dios para el gozo sempiterno de los escogidos.»Vosotros no sabéis: he ahí la clave. El hombre ignora; Dios sabe. Pero si Dios lo quiere, el hombre puede saber, puede participar en esta ciencia de Dios: por la fe puede saber que Dios hace cooperar y concurrir todas las cosas al bien de sus amigos. Todas las cosas; la afirmación es categórica y no admite excepción. Esta máxima no emana de la especulación de un filósofo o de los sueños de un poeta, sino que tiene al mismo Dios por autor y fiador de ella.
La fe en este «Dios oculto, pero misteriosamente presente y actuante a través de todos los acontecimientos del mundo» con vistas a la edificación de la Iglesia es un antídoto contra el desaliento y la desesperanza. Es también un poderoso estímulo para la acción. De Moisés, la Sagrada Escritura afirma que se mostró inquebrantable ante las amenazas del Faraón: El Invisible había llegado a ser para él casi visible; tan vigorosa era su fe. Sabía que Dios estaba a su lado. Del mismo modo, el bien que Dios extraerá un día del mal puede ser percibido en alguna medida por una fe heroica: de una manera confusa, sin discernir aun la forma y los colores. Son como los pasos de un amigo misterioso que se oye venir en la oscuridad de la noche.
Guevara y Castro, ¿agentes de Dios?
Una cuestión, planteada a veces en el pasado, ha sido aireada de nuevo en el Congreso Tomista Internacional de 1974 y en el Coloquio Internacional sobre Teología de la Historia (1971): ¿en qué medida se puede presentar a los políticos y a los jefes militares como agentes de Dios? ¿Se puede hablar legítimamente de la Gesta Dei per Francos, es decir, de la historia hecha por Dios a través de las empresas militares de los francos?
«Cuando leo que `en la acción revolucionaria es el mismo Dios el que derriba las estructuras antiguas para crear las condiciones de una nueva existencia más humana' (Shaull)o que `los revolucionarios realizan la obra de Dios' (Cardonnel), leo en realidad lo mismo que se expresa en Gesta Dei per Francos: la historia estaba hecha por Dios a través de las acciones políticas, militares, etc., de los francos en el siglo IX, volviéndose a utilizar después el adagio para justificar el imperialismo político del siglo XVII. Yo no sé si puede admitirse fácilmente desde un punto de vista teológico que Carlomagno y Luis XIV eran en verdad, ante Dios y por Dios, los fabricantes de la historia de Dios; pero si no se admite, se puede discutir el que lo sean Guevara o Castro»
Creemos que es preciso hacer aquí una distinción para no confundir los decretos de Dios y los designios de los hombres. Existe entre ellos identidad material, como diría un filósofo escolástico, pero no-identidad formal. Es cierto que, desde el momento en que se realizan, los hechos políticos, las empresas coloniales, las campañas militares, las revoluciones, forman parte del plan de Dios, en el que se encuentran insertos. Son piezas en esta máquina de fabricar santos que es la historia de la humanidad. Así, la traición de Judas se inscribe en el plan de Dios del mismo modo que la negación de San Pedro o las dudas del Apóstol Tomás. Pero -y aquí está el punto neurálgico- los políticos, los conquistadores, los revolucionarios, no siempre se lanzan a sus empresas para realizar lo que ellos tienen por la voluntad de Dios. Solamente los jefes santos, dóciles a la moción del Espíritu, actúan al «hacer política» dentro de estas perspectivas sobrenaturales.
Por detestables que sean las maniobras de un jefe de Estado maquiavélico, por odiosos que parezcan los métodos de un dictador sanguinario, por indignante que sea el cinismo de un revolucionario sin fe ni ley, no es menos cierto que al realizar sus proyectos ejecutan a la vez, sin saberlo, los designios eternos de Dios. Sus obras son ambivalentes. Si se rebelan manifiestamente contra la voluntad-mandamiento de Dios, no cumplen menos su voluntad-decreto. Todos los jefes son, así, instrumentos y agentes del Dueño de la Historia. En las manos del «Rey de reyes y Señor de los señores», las crueldades de un Stalin o las locuras de un Hitler cooperan misteriosamente al crecimiento del Cuerpo Místico como cooperan a él la política de inspiración cristiana de un Konrad Adenauer, de un Alcide de Gasperi o de un Robert Schumann. Sin pronunciarse sobre las intenciones de los artesanos de la historia, solamente conocidos por Dios, el cristiano juzgará, sin embargo, sus actos públicos a la luz de la ética natural y de la ley evangélica. Y constatará con satisfacción que tales jefes, preocupados por obedecer los mandamientos de Dios, han sido colaboradores deliberados del Señor de la historia sin que por ello merezcan ser canonizadas cada una de sus iniciativas, tributarias siempre de la incurable debilidad humana.
Al creyente pertenece, sobre todo, afirmar con fuerza -con una certeza de fe- que el plan salvífico de Dios engloba y utiliza todas las cosas, tanto los hechos y las gestas de un Carlomagno y de un Luis XIV como las empresas de un Castro y de un Guevara.Gesta Dei per...: las altas acciones de Dios realizadas por los hombres...; la fórmula puede prestarse a equívocos. La interpretación abusiva que se le ha dado, al justificar empresas moralmente injustificables, no debe cegarnos sobre las verdades profundas cubiertas por esta expresión que se remonta al monje benedictino Guibert de Nogent, historiador de la primera Cruzada.
Uno de los frutos de la familiaridad con el Apocalipsis, contemplado bajo la luz de la Tradición, es el progresivo descubrimiento de que «toda la historia no es sino la cabalgada pacífica y triunfal de Jesús a través de los siglos. Cristo domina verdaderamente toda la historia y la hace servir a sus planes». «Los economistas, los jefes militares, los dueños del mundo, los políticos, creen trabajar para ellos mismos..., pero nadie puede sustraerse al poder del Cordero; todos concurren a sus designios, y no realizan sino lo que él sabe y dispone». «Incluso la guerra, el exterminio y después el hambre y la muerte están al servicio de Cristo, no solamente porque estas plagas anticipan la condenación final, sino porque la preceden a título de remedios: sirven a Cristo, que es el Salvador».
No nos dejemos embaucar por las apariencias, insiste nuestro comentador del Apocalipsis: «Parece, en efecto, que la historia vaya contra los propósitos divinos, si no promete otra cosa que la muerte, la peste, el hambre y la guerra. En realidad, todo está ordenado al cumplimiento del designio de Dios; incluso el caballero rojo, el caballero negro y el caballero pálido obedecen a Dios. Le obedecen en tanto que... todo está ordenado para que el cielo se abra y acoja a los elegidos... Toda la historia humana que se desarrolla entre los dos advenimientos de Cristo -el advenimiento en la humildad y el advenimiento en la gloria- no tiene otro contenido, otra Tazón de ser, que la salvación de aquellos a quienes Dios ha elegido».
El Concilio Vaticano II y el misterio de la Historia
La Constitución pastoral sobre «La Iglesia en el mundo actual» habla de un misterio de la historia humana que solamente puede ser percibido por la fe". Este misterio radica en la «compenetración (aquí abajo) de la ciudad terrenal y de la ciudad celestial». El Concilio señala así una presencia secreta, inaprehensible por la razón dejada a sus solas fuerzas, pero perceptible para la fe. Esta realidad misteriosa es la «ciudad celestial» oculta en la «ciudad terrena», de manera semejante, podríamos decir, a como la divinidad de Cristo estaba oculta en su humanidad. Es el reino de Dios el que se desarrolla secretamente en los reinos terrenos, en las dictaduras y en las repúblicas. En virtud de esta compenetración de lo divino y de lo humano, de lo eterno y de lo temporal, «la Iglesia marcha con la humanidad y comparte la suerte terrenal del mundo». Pero esta marcha no la hace a la manera de un viajero que, por respeto a la libertad de sus compañeros de camino, se abstuviese en su conversación de tocar los temas religiosos. La Iglesia marcha con la humanidad esforzándose por impregnarla del espíritu cristiano: «La Iglesia es como el fermento y, por decirlo así, el alma de la sociedad humana llamada a ser renovada en Cristo y transformada en familia de Dios»". Esta gradual transformación de la humanidad en marcha, que es expresa en la multiplicación de los hijos de Dios viviendo de su vida y creciendo en su amor, es el objeto de la historia. En fin de cuentas, la historia universal no tiene otra razón de ser que suministrar a Dios la materia prima de la que saca los «santos» y cooperar con él a la construcción del Cuerpo Místico de Cristo.
El plan soberano de Dios acerca del mundo hace converger hacia un mismo fin, cada una a su nivel y a su manera, directa o indirectamente, todas las actividades culturales, políticas, diplomáticas, militares y económicas de la ciudad terrenal, así como todas las actividades caritativas pastorales y apostólicas de la Iglesia. Este fin supremo es la santificación de los hombres y la glorificación de Dios.
Es decir, que en la búsqueda del sentido de la historia, «la razón no puede avanzar sino a la zaga de la fe», escribe Etienne Gilson al presentar la síntesis de la historia universal elaborada por San Agustín en la Ciudad de Dios. «Es... la Revelación la que nos permite seguir en el curso de la historia la construcción progresiva de la ciudad celestial y prever su terminación. El fin último, en efecto, es el establecimiento de la ciudad de Dios perfecta, en la beatitud eterna de la que gozará el pueblo de los elegidos. La construcción progresiva de esta ciudad según los decretos de la Providencia es la significación profunda de la historia, lo que confiere a cada pueblo su razón de ser, le asigna su papel e ilumina su destino»
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