» bibel » Otros » George Huber » El brazo de Dios. Una visión cristiana de la Historia
Prólogo de Mons. Marcelo González Martín
He aquí un libro que conmueve el corazón del lector culto y aporta a su capacidad de reflexión elementos de juicio a los que una inteligencia serena no puede ser indiferente.
Conozco hace años al autor, y creo poder decir que una fuerza secreta mueve su espíritu: el amor al hombre, a la humanidad de hoy, lo que, en este caso, no significa carencia de rigor en el pensamiento ni en el análisis de un tema profundo como el que se ha propuesto esclarecer.
Lo que ocurre es que cuando se toma como punto de partida para la reflexión la fe en la acción de Dios sobre el hombre -visión cristiana de la historia-, el que escribe llega a sentirse identificado con el misterio de esa acción divina, toda ella traspasada de amor, que es como la melodía que resuena continuamente en la Sagrada Escritura, en la historia de la salvación. Esto supuesto, un escritor como Georges Huber, periodista se llama él mismo, que contempla la actualidad del momento y en ella a los hombres contemporáneos que se debaten entre tantas contradicciones e incertidumbres, se acerca a éstos con un deseo clarísimo de ofrecer luz y certezas. Eso es amar. No doy otro significado a la palabra en este momento. Y por eso mismo, la lectura de estas páginas conmueve.
Mas si se quiere ofrecer luz, no basta conmover: es preciso presentar los motivos hondos que existen para justificar una determinada visión que disipa las tinieblas. Entonces entra en juego, inevitablemente, la Teología, que también es ciencia. Ciencia de Dios y de la marcha del hombre y de la humanidad hacia una «plenitud» final, en lo cual, para un cristiano, consiste la historia. ¡Cuánta luminosidad orientadora para el hombre que sufre puede brotar de la pluma de un escritor sagaz que aplica su reflexión teológica a los acontecimientos del mundo en que él vive, como lo hace Huber, y a los problemas permanentes de cualquier época y condición, como son todos los que se derivan del misterio del mal!
El libro -dice el autor- no se dirige a los filósofos o teólogos, sino a los católicos fervientes comprometidos en el apostolado. Y para ofrecerles puntos de reflexión prefiere las «sólidas oscuridades de los misterios de la fe» a las interpretaciones subjetivas. La fe es el más seguro refugio del amor, porque el Espíritu Santo es entonces luz, dice con nuestro San Juan de la Cruz. Esta fe es la que lleva al cristiano a ver a Cristo como Maestro del Universo y a tener la convicción de que «su brazo conduce la Historia» sin violentar su libertad.
El cristiano tiene la conciencia de vivir en Cristo. Ante el panorama que se ofrece a su alrededor, sea el que sea, ve a Cristo como Señor de la Historia. Le tiene por origen y término no sólo de cada existencia individual, sino de la Historia universal. En los Hechos de los Apóstoles, los primeros discursos de la joven conciencia cristiana presentan claramente este sentido de «posesión» de la Historia: la Historia pertenece a Cristo. Él ha asumido totalmente el destino humano para transformarlo en una historia de salvación. La Historia es, para el creyente cristiano, la Historia sagrada de la salvación de la humanidad. Posible gracias a la acción del Espíritu vivificador. Cristo al morir y resucitar ha cumplido la historia antigua y ha empezado la nueva. Es el Corazón vivo de todos los acontecimientos. Primogénito de todacriatura, todo fue hecho por Él y para Él. Sin Él no se ha hecho cosa alguna de cuantas han sido hechas. «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (Io 14, 6). Nunca agotaremos la profundidad de estas palabras.
El descubrimiento del sentido profundo de la historia es un privilegio del cristiano. Cristo, dice San Pablo, es la forma viviente de la existencia cristiana. Al hacerse cristiano el hombre recibe una nueva forma que se adueña de todo cuanto somos: cuerpo, espíritu, actividades. Como el espíritu informa la realidad corporal, Cristo modela el ser humano según su propia imagen. «Mirad que nadie os engañe con filosofías falaces y vanas, fundadas en las tradiciones humanas, en los elementos del mundo y no en Cristo. Pues en Cristo habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente, y estáis llenos de él, que es la cabeza de todo principio y potestad» (Col 2, 8-10).
La idea del autor es nítida: la Biblia, como la Iglesia interpreta desde el Génesis al Apocalipsis, proclama la soberanía de Dios sobre el movimiento de la Historia. Los doctores la explican. Los santos la han vivido. Los místicos la han experimentado y manifestado en su lenguaje de fuego. «El brazo de Dios» conduce al hombre. La forma de conducirle se revela en Cristo. Su vida, muerte y resurrección son causa de la vida en libertad de los hijos de Dios, y manifiestan su destino y bienaventuranza. La plenitud queda infusa en la estrechez y en el dolor de la tierra; es el hombre nuevo del Evangelio que vive en el acontecer de la Historia.
El autor se sitúa en la misma línea de San Agustín, Paulo Orosio, Hidacio, San Isidoro de Sevilla. Cita con preferencia -¡cómo no!- a Santo Tomás de Aquino. Y es que en una visión cristiana de la historia, la teología empapa y fecunda las más sutiles y profundas exposiciones doctrinales y ayuda a encontrar las últimas finalidades de los acontecimientos que se van sucediendo.
Esta es la noble tarea a que se entrega Huber en su libro, escrito en el más bello estilo y con aplicaciones y comentarios a temas de nuestros días. No va más allá y tampoco le interesa; quiero decir que él no pretende hacer historia, ni siquiera hablar de historia. No confunde «visión» y «método», porque, sencillamente, sobra el instrumento de una ciencia cuando se pretende solamente verla, no hacerla, ni escribirla. Y verla desde una altura que considera la mejor y única para tal cometido.
Desde aquí, no traspasa los límites de su planteamiento: en la Historia de la Humanidad actúa Dios con las causas segundas, para fecundar, engrandecer y transformar los acontecimientos. La Historia queda para los historiadores. El autor nos presenta una manera de ver los hechos; para el cristiano, «la manera» de verlos.
Creo que en permanecer fieles a la distinción de que venimos hablando puede estar el secreto del por qué grandes historiadores lo siguen siendo, por encima de sus aciertos y sus errores históricos, y les pone nerviosos un cierto prurito ensayístico existente en la historiografía actual.«La historia no es tierra de nadie sobre la que todos creen tener derechos, ni dehesa de Concejo a la que todos pueden enviar a pastar su ganado, ni tarea fácil para la que todos pueden sentirse preparados» (Claudio Sánchez Albornoz).
Merecen la más cordial felicitación los escritores que, como el autor de este libro, nos ayudan a todos a encontrar el brazo de Dios que nos guía y nos sostiene. Su trabajo es como una vigorosa confirmación de la frase rotunda con que Juan Pablo II inicia su Encíclica Redemptor Hominis: «El Redentor del hombre, Jesucristo, es el centro del cosmos y de la Historia».
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