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La dificultad de votar

ALGO de sorprendente tiene el hecho de que, siendo desconocido por más del 90% de los españoles el texto del Tratado por el que se establece una Constitución para Europa, el 51,2% vaya a votar que sí. Una consecuencia bastante inmediata que puede extraerse de este dato es que la gente va a votar, no sobre la base de una sesuda reflexión, sino por motivaciones de otra índole y, en concreto, por criterios suministrados por terceros: bien sea este tertium quid su partido político de referencia, un determinado grupo mediático, el círculo de amistades en el que cada uno se mueve o cualquier otro intermediario entre el texto y el ciudadano.

A partir de aquí, resulta tentador cuestionar de alguna manera la democracia y concluir que no es verdad que en la base de este régimen de gobierno se encuentre una opinión pública informada, tal como los teóricos de la democracia sostienen, y que, al fin y a la postre, el pueblo es perfectamente maleable y manejable: si los partidos políticos mayoritarios coinciden y los grandes grupos mediáticos, de una forma u otra, presentan algo como positivo, la ciudadanía sigue esa senda (hace poco he leído la reseña de una tesis doctoral que sostiene que el papel de los medios de comunicación resultó clave en la transición política española). En fin, la lectura del dato sería que también en la democracia, las élites marcan el rumbo, quedando para el pueblo el papel de manso rebaño.

Sin embargo, otra conclusión que cabe extraer del dato del que partimos -no sé si más positiva o no, pero no tan directamente relacionada con el régimen democrático- es que, en la elaboración de nuestros juicios, intervienen multitud de elementos, no todos ellos estrictamente racionales. Los juicios que nos formamos tienen mucho de emotivo -si por ello entendemos lo que no procede de una deducción estrictamente racional- y tienen muchísimo que ver con la confianza. Cuanto más compleja es una cuestión -y el tratado que se somete a consulta popular posee una enorme complejidad- tanto más necesitamos fiarnos del juicio de los demás: de personas, grupos, instituciones, movimientos, etcétera a quienes atribuimos una mayor competencia en la cuestión de la que en cada caso se trate. Como he apuntado más arriba, el criterio con el que decidiremos el próximo domingo lo extraeremos de aquellos cuyo juicio nos inspira confianza. A algunos les sirve de guía la posición del partido político con el que más se identifican, a otros les convence lo que resulta dominante en un determinado círculo ideológico o de amistades, otros se fijan en lo que dice su contertulio radiofónico preferido y me imagino que otros atenderán a la postura pública de algún artista o famoso.

Dicho esto, permítaseme un comentario sobre la dificultad que, según mi punto de vista, entraña votar concretamente en el referéndum al que estamos convocados. El caso es que, en esta ocasión, el conocimiento e información sobre el objeto de esta consulta popular, más que facilitar la decisión, la dificulta. Cuanto más se adentra uno en los diversos aspectos que abarca este tratado de carácter constitucional, aunque propiamente no los sea, más complicado resulta inclinarse por el sí o por el no.

En efecto, un texto que ha de servir para contentar a todos -25 países y 450 millones de habitantes, con diversidad de tradiciones religiosas y culturales, distintos grados de cultura democrática, con problemas concretos diferentes y con economías, en ocasiones, muy poco convergentes- es fácil que, por sí mismo, no contente a casi nadie. Tanto las cuestiones ideológicas como las que tienen que ver con la soberanía nacional, con los aspectos socioeconómicos y laborales o con la toma de decisiones en el seno de la Unión se han resuelto mediante equilibrios muy delicados. No es fácil que un acuerdo en estos términos entusiasme por sí mismo.

El problema reside en que el menú que se le ofrece al votante no admite recortes: te lo comes o no te lo comes; y, si te lo comes, te lo tragas enterito, desde los entrantes, hasta la copa y el puro, pasando por una amplísima y variada carta de platos, caldos y salsas. En fin, hay una cierta inadecuación entre la magnitud de lo que se nos ofrece y lo escueto de la respuesta: sí o no; también cabe abstenerse o votar en blanco, pero esto no soluciona el problema de la desproporción entre lo que se nos ofrece y la elección posible.

Para acabar de complicar la decisión del votante, está la odiosa cuestión de las interpretaciones. En medio de tanta incertidumbre, una cosa parece bastante segura; y es que, cuando los políticos y analistas 'traduzcan' el resultado del referéndum, afirmarán que los ciudadanos hemos dicho lo que, en realidad, no hemos querido decir. Después del 20F, se explicará que los ciudadanos, con su participación democrática -o con su abstención-, han dicho tal o cual cosa, y muchos ciudadanos no nos reconoceremos en lo que digan que dijimos, ni tan siquiera en el caso de que nuestra postura acabe coincidiendo con la de la mayoría. Esto tampoco facilita las cosas a la hora de decidir nuestro voto.

En resumen y a modo de recapitulación: en la consulta popular a la que estamos convocados, no es fácil actuar con un criterio propio ya que nuestro punto de vista se encontrará bastante mediatizado (quiero decir, más de lo habitual); el juicio que podamos formarnos será enormemente pobre, porque tendrá mucho de desconocimiento en relación con lo que es objeto de consulta; ninguna de las opciones nos satisfará plenamente porque los resultados de nuestra elección van a ir más allá de lo que queremos aprobar o desaprobar; y, además, será interpretada de un modo con el que no estaremos de acuerdo. La perspectiva que aquí se ha expuesto puede parecer descorazonadora, pero las reticencias referidas lo que ponen de manifiesto no es otra cosa que la insuperable limitación de todo lo humano, incluida la maravillosa posibilidad de ser consultados antes de adoptar una decisión política de tanta envergadura.

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