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Laica Navidad
Este año, el paisaje navideño cuenta, además de con belenes, árboles de Navidad, iluminación en las calles, angulas -para el que se las pueda permitir-, cava, turrón, Cabalgata y regalos de Reyes, despedida del año, villancicos, lotería, concierto de año nuevo, saltos de esquí, bendición papal, etcétera, con un nuevo elemento decorativo: el laicista militante, que ha decretado la expulsión de los locales públicos de los belenes, los villancicos y cualesquiera otras formas de celebración lejanamente religiosa de la Navidad.
En Gijón, el Ayuntamiento ha impedido la instalación en locales municipales del belén monumental que tradicionalmente instala la Asociación Belenista de la ciudad. En algunos centros públicos de enseñanza asturianos, algunos padres se han opuesto a que se canten villancicos. Como es archisabido, el argumento es que la religión y, al parecer, todas las manifestaciones religiosas o enraizadas en una tradición religiosa, por ser un asunto privado, deben permanecer en el estricto ámbito privado y, desde luego, de ninguna manera puede hacerse presente en locales públicos, que deben ser 'para todos' y no sólo para quienes profesan un credo.
Me pregunto yo qué sentido de lo público alumbra a estas mentes. Tal vez haya que distinguir entre lo que tiene en la cabeza, por ejemplo, la alcaldesa de Gijón -autoridad pública- y lo que tienen en la cabeza los padres que protestan. Los padres que protestan no tienen mucho motivo para quejarse. En efecto, el componente religioso de las prácticas sociales no representa ningún ataque a su libertad religiosa ni a la de sus hijos. Quizá no tienen clara esa distinción, tan elemental y profunda a la vez, que ha realizado recientemente González de Cardedal entre Estado laico y sociedad confesional. El que debe ser laico es el Estado, lo cual significa, simplemente, que no debe promover ni prohibir ninguna religión, ha de respetar exquisitamente la libertad religiosa de los ciudadanos y bajo ningún concepto puede discriminar a nadie en razón de lo que cree o deja de creer. La sociedad, en cambio, no tiene por qué ser laica; desde el punto de vista de la práctica religiosa, es lo que de hecho es en cada momento y ámbito cultural. Las diversas sociedades que existen son mayoritariamente protestantes, hindúes, musulmanas, sintoístas, etcétera.
España, aunque con muchas contradicciones, es un país mayoritariamente católico, con multitud de tradiciones y costumbres derivadas de esa creencia, sin que ello represente imposición alguna para nadie. Resulta comprensible que unos padres agnósticos, ateos, judíos o musulmanes encuentren cierta incomodidad en que sus hijos compartan un ámbito educativo en el que perviven tradiciones cristianas, que de ningún modo representan una imposición religiosa para sus hijos, pues no son ceremonias de culto o religiosas. Simplemente conviven con otros niños que mayoritariamente participan, sin problemas, de ciertas tradiciones culturales derivadas de un determinado credo. La transformación de la sociedad española, probablemente, cambiará este escenario y de un modo pacífico, no fundado en reivindicaciones, el paisaje navideño experimentará cambios en la calle y en los centros educativos. En algunos lugares, ahora, algunas familias tienen que transigir con que en los colegios se canten villancicos o se pongan belenes; en otros lugares o en otro momento, otras familias tienen o tendrán que transigir con que se hayan perdido las tradiciones navideñas.
Los responsables políticos, por su parte, suelen ir más lejos en su cruzada laicista. Aparte de tener un concepto muy erróneo sobre la laicidad del ámbito público, lo que en realidad están haciendo es promover el laicismo, o sea, una determinada actitud religiosa.
La laicidad del ámbito público -cuyo significado creo haber explicado más arriba- no exige de ninguna manera que se impida que en los locales públicos tengan lugar manifestaciones religiosas o que el dinero público financie una decoración con motivos de origen cristiano o que subvencione actividades con un significado más o menos religioso. Los locales públicos y el dinero público están al servicio de las demandas de los ciudadanos que no sean inconstitucionales, y no parece que celebrar la Navidad atente contra ningún artículo de nuestra ley de Reyes.
Pero lo más aberrante de todo, para una correcta comprensión del ámbito público, es la pretensión, absolutamente ilegítima por parte de la autoridad política, de promover una determinada actitud religiosa entre los ciudadanos: concretamente, en Europa, la actitud de desapego hacia la experiencia religiosa. Detrás de las medidas que se vienen adoptando en muchos países europeos, incluida España, y detrás del falso conflicto en relación con la celebración navideña, se adivina el rechazo de la religión. Se promueve positivamente la debilitación de la vivencia religiosa en la sociedad y se actúa desde la sospecha contra la religión. Molesta que la religiosidad de la gente se visualice.
La laicidad del Estado, sin embargo, no consiste en absoluto en debilitar la religiosidad de los ciudadanos, sino en lo ya dicho: ejercer, como ya lo hace, su autonomía respecto a cualquier autoridad religiosa, respetar la libertad de las conciencias y no condicionar el disfrute de los derechos sociales y de ciudadanía a la posesión o no de determinadas creencias. Algunos políticos no acaban de enterarse de que un Estado laico y una sociedad profundamente religiosa -si la hubiera- resultarían perfectamente compatibles. En fin, cuáles deban ser las creencias de los ciudadanos no es algo de lo que haya de ocuparse el Estado, tampoco para limitarlas.
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