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Endogamia ideológica
Sabemos que no hay aprendizaje posible ni formación seria si no se recaba el activo empeño de los alumnos
La calidad de la enseñanza es una de las asignaturas pendientes de la democracia española. El reciente informe de la OCDE confirma que, en educación básica, España sigue estando en el pelotón de cola de los países desarrollados.
También se sabe que no es simplemente un problema de dinero, sino más bien de valoración de ese bien primario que constituye la educación en la sociedad del conocimiento. Las deficiencias que padece nuestro sistema escolar no se subsanarán solamente con mayores dotaciones presupuestarias.
La clave de la solución hay que buscarla en un nivel más hondo. Como ha señalado José Luis Villacañas, el entramado socioeconómico español es de índole liberal, regido por el principio del mérito, que remite al esfuerzo personal. En cambio, la concepción que ha inspirado -con pocas excepciones- las sucesivas reformas educativas se basa en el principio del placer y huye de la exigencia de esfuerzo como si fuera el mal pedagógico radical. Cuando todos sabemos que, en realidad, no hay aprendizaje posible ni formación seria si no se recaba el activo empeño de los alumnos.
La propia idea de calidad que se está aplicando entre nosotros para evaluar el nivel de la enseñanza presenta un carácter procesual y burocrático, mientras que se esquiva sistemáticamente la valoración de los contenidos que se imparten y de los conocimientos que se adquieren. Tan azacanados andan los profesores cumplimentando formularios y evidenciando fases de presuntos procesos que a veces no les da la vida para estudiar, preparar sus clases y atender personalmente a los alumnos. A nuestro sistema escolar le sobra control y le falta vida. Por eso los docentes se encuentran tan desalentados. Y así difícilmente pueden transmitir el entusiasmo que exige el aprendizaje de los saberes.
El panorama de la universidad no es menos preocupante. La intrincada selva de evaluaciones, acreditaciones, innovaciones puramente tecnológicas y controles burocráticos en que se ha convertido la vida académica entre nosotros sólo es como un anuncio de lo que, con el horizonte de Bolonia al fondo, se avecina para los próximos años. Entre los protagonistas de la actividad universitaria, que no son ni los gestores ni los expertos, sino los docentes e investigadores, cunde la incertidumbre. Por de pronto, se ha empezado la casa por el tejado, al regular los postgrados antes que los grados. Y la oscilación continua de la duración de los grados desconcierta a los que tienen el cometido de programar las actividades docentes a medio plazo. Las noticias más recientes, que revelan un afán restaurativo semejante al que domina los proyectos de educación para la ciudadanía, apuntan a la reposición de unos iniciales cursos homogéneos para diversas titulaciones que recuerdan al Selectivo de Ciencias y a los Comunes de Letras. Por su parte, el proyecto de ley de reforma de la LOU se dispersa en nominalismos y cuestiones administrativas. Mientras que el único cambio sustantivo que se propone es, a mi juicio, muy negativo. Se cancela el sistema más objetivo y justo de selección del profesorado universitario -catedráticos y titulares- que ha conocido este país: las habilitaciones, con tribunales de siete miembros, nombrados todos ellos por sorteo. El hecho de que planteara problemas organizativos y económicos no era motivo suficiente para prescindir de él cuando apenas había dado sus primeros e inequívocos frutos positivos. Ahora se planea su sustitución por un sistema de acreditación sin ningún ejercicio público, llevado a cabo por "comisiones compuestas por profesores de reconocido prestigio docente e investigador".
¿Quién nombrará a esos profesores? A falta de otras precisiones, es de temer que los miembros de tales comisiones serán designados por el Ministerio de Educación y Ciencia o por algún organismo de él dependiente. La independencia y la objetividad de juicio no quedan así garantizadas. Volvemos, por otro camino, a una endogamia peor que la que creíamos ya superada, y que tan desfavorables resultados ha tenido en la calidad de la docencia universitaria. El localismo -patología antitética a la idea misma de universidad- se complementará previsiblemente con el sesgo ideológico del equipo ministerial de turno, y de las corrientes dominantes en cada disciplina, sin contraste posible.
En defensa de este procedimiento se podría argüir que la composición de las comisiones responderá a la más estricta neutralidad. Pero tal cosa -la completa neutralidad- no existe ni en la sociedad ni en la ciencia. Lo que el Estado de derecho y la democracia exigen no es neutralidad, sino pluralismo. Sólo la variedad de planteamientos y de ideas que la propia realidad académica ofrece constituye una garantía de objetividad de juicio. La educación sigue instrumentalizada y sometida a intereses y concepciones ajenos a ella. Trabajemos por su liberación.
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