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El triunfo de la bestia antigua

La progresiva y enorme brutalidad del mundo en el último siglo y medio ha hecho, sin duda, que no nos percatemos suficientemente de que, tras tanto fragor de bruticie, todavía hay otro horror silencioso, el de la Science in Behemoth, según la fórmula empleada para señalar los estudios y experimentos médico-farmacéuticos y psicológicos con material humano, que fueron juzgados y castigados severamente en Nüremberg.

Más pareció todo aquello una tal barbarie, que dábamos por seguro que era como una pesadilla en la peor noche del mundo de todas las habidas en la historia, pero ya superada para siempre. Y sólo más tarde supimos el modo y manera del incubamiento, el crecimiento y el esplendor de Behemoth en la ciencia, como lo había estado en la política, en cuyo ámbito la misma bestia bíblica llevaba el nombre de Leviathan, por lo menos desde Hobbes. Esta formulación de Science in Behemoth, o Ciencia demoniaca en último término, es ciertamente mucho más exacta, y desde luego menos reduccionista, que la de Nazi Medicine, como también se la denominó en los protocolos de Nüremberg, porque esta última denominación lleva una carga política y parece circunscribir al nazismo todo la actuación de la Bestia, y Behemoth, desgraciadamente, ya habitaba en las teorías filosófico-científicas, y en la práctica de las clínicas, mucho antes de la aparición del nazismo. Sin ir más allá en documentaciones, se podría invocar al respecto, pongamos por caso, el filme de Ingmar Bergman El huevo de la serpiente, que incorpora, a la historia que se cuenta en la película, unas escenas de experimentación en laboratorio con material humano, en el tiempo de la República de Weimar. Aunque sabemos documentalmente que mucho antes de Weimar y después del nazismo, de Weimar y de Nüremberg, y un poco por todas partes, se ha seguido actuando de ese modo en nombre de la autonomía de la ciencia respecto a toda norma ética, y de estar realizando un servicio social y de progreso. ¿Algo que nos resultaba impensable?

Todavía novelas que contaban esas historias de horror científico, como El mar y el veneno, de Shuzaku Endo, o La sospecha, de Friedrich Dürrenmatt, sobrecogían a los lectores de los años sesenta y setenta, y más tarde les sobrecogerían reportajes periodísticos o televisivos que han dado cuenta de altas investigaciones con material humano o de manipulaciones psíquicas y esterilizaciones de pobres gentes, que mostraban cómo Behemoth también se había acomodado en las democracias. Aunque también, para no ser reduccionistas, no se debe nombrar a ninguno de los países de los que nos consta que ese horror ha sucedido, porque síntomas y barruntos, o motivadas sospechas, tenemos de que el mal es más amplio. Una simple extrañeza ante una rápida muerte en una clínica del Tercer Reich de una cuñada suya, enferma psíquica, incitó a Kurt Gerstein a la sospecha y a la investigación de los hechos, y le llevó en poco tiempo no a las puertas, sino al centro mismo del Infierno, y luego al suicidio, cuando nadie podía creer la narración de lo que allí había visto. Pero era otro tiempo, y, sin embargo, ya se sabía todo, si se hubiera mirado donde hubiera tenido que mirarse. Simplemente a la concepción de la ciencia no sólo como autónoma, sino como norma única de ética racional y de construcción social, que se ha convertido ya en visión del hombre y del mundo, y se ha llevado como en un tornado la cultura de treinta siglos, y especialmente la judeo-cristiana.

Hasta mediado el XIX, en efecto, las ideas acerca de la santidad de la vida humana no sólo eran la conciencia común de judíos y cristianos, sino también de la cultura liberal y laica que inscribía en sus códigos como valor supremo el de esa vida de hombre, y prohibía, en consecuencia, el aborto, el suicidio y la eutanasia, y, como ese valor era indisociable de la persona individual, se oponía igualmente a su sacrificio a los intereses de la especie, de la sociedad, del cientismo o de cualquiera otra ideología. Pero estas certezas comunes, religiosas y laicas son las que ha arrastrado como en una gran riada clamorosa no exactamente la teoría científica del darwinismo -Wilhem Bölschen protestaría de ello ya en su tiempo-, sino el darwinismo filosófico. Para él el individuo humano es solamente una manifestación zoológica compleja, y queda redimido de lo que se llama la fábula antropológica; esto es, del mundo de lo religioso y lo cultural; y el individuo hombre tiene la única razón de ser y de vivir en la utilidad material de la especie. La muerte, dice Hellwal, ya no es el enemigo del hombre, como la ha presentado la cristiandad, sino su glorificación -al contrario que el pensamiento de Pablo en su Carta a los Corintios, se señala- y desde luego la gran fuerza de progreso, porque las muertes de muchos individuos pueden convenir a la especie -y no sólo a efectos de selección-, o a la sociedad estructurada con carácter científico.

Así las cosas, iba de suyo que tal darwinismo filosófico y práctico sería desposado inmediatamente por el nazismo, y no sólo en los aspectos raciales, sino en toda su amplitud; ni puede extrañarnos que empapase también como cientificidad, en su traducción sociológica y en su práctica, a los camaradas soviéticos. Aunque puede resultarnos más llamativo el que tales concepciones y prácticas se hayan adoptado, incluso bajo esa categoría de progreso -ahora el único valor-, por la vieja cultura liberal y laica, o, más bien, sobre su cadáver. Sencillamente, ya no es la persona humana el supremo valor, y su vida carece de santidad alguna. El hombre vale su mera utilidad -incluida la del voto, naturalmente- y la ley ya no es pedagogía y garantía de ese valor. Volvemos a la especie, y a la Granja, mera explotación del hombre por el hombre, que no puede nombrarse, sin embargo. Y así estamos ante el gran Triunfo de la Muerte, junto al cual el terrible cuadro del mismo nombre de Brueghel el Viejo resulta ser como una viñeta de cómic.

A diario, ciertamente, se nos comunica de mil modos una realidad que no era ni imaginable antes de ese tornado que comenzó a arrastrar y a cuartear nuestra cultura en la segunda mitad del siglo XIX, y ha dado lugar a una praxis de muerte, de dimensiones industriales en el XX, y en lo que va del XXI. Un verdadero triunfo de una cultura y un culto de la muerte, que ya ocupa el lugar del ánima que se arrebató a las gentes, con su otro nombre de progreso, porque éste no puede prescindir de la muerte, tal y como explicaba Haeckel a su devoto hermano.

Behemoth o Leviathan, la Bestia bíblica que tantos siglos ha representado el Poder del Mal y las Tinieblas, aunque exija las más voluntaristas manipulaciones en el material humano y sus genes, y, muerte tras muerte, vuelve a fascinar a nuestro tiempo.

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