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Todo un invento

Lo específico de una cultura como la nuestra es la complicación de lo sencillo, tal y como ya nos avisó Sören Kierkegaard a propósito del sistema hegeliano, de cuya sintaxis y amplificación por lo menos aseguraba que no nos libraríamos tan fácilmente. Y cierto es que no se pueden dar dos pasos o tomarse una cocacola sin establecer dialécticas sobre la dirección de esos pasos ni un repaso a las multinacionales, e incluso sin trastornos semánticos, que es 'palabro' que ahora dicen mucho los políticos y tanto vale para un cosido como para un barrido.

Así el asunto, lo blanco es negro y al revés, y si una película o unos versos, una obra de teatro o una novela nos gusta es que son cosas deleznables; sólo si algo nos resulta ininteligible y tedioso es una maravilla. Como Gabriel Albiac ha escrito -y entonces quiere decirse que también en su generación estaban como en la mía- vimos en nuestra juventud un cine que entendíamos perfectamente y que nos maravillaba, y sólo después de muchos años, y por vía de la alta teoría y la alta crítica cinematográfica, llegó a nuestro conocimiento que, efectivamente, aquéllas eran unas excelentes películas. Pero nunca fue esto lo normal. Si uno no es gnóstico, va dado.

Lo normal y corriente era y sigue siendo esto, desde luego; y, cuando, pongamos por caso, se reúnen ilustres caballeros y damas para esclarecer esas gnósticas cuestiones en un debate -creo que se llama así- son tantas, tan diversas, y hasta tan encontradas las doctrinas, si juzgamos por la expresividad de los gestos y de cierto vocabulario más inteligible, y son expresadas con un tan gran aparato de palabras y giros mistéricos que sólo nos añaden tiniebla a la oscuridad en la que estábamos. De manera que no es de extrañar que se abandone todo intento de pensar por nuestra cuenta lo que son calígines y tinieblas, y el atrevernos a pensar sea una exigencia heroica, y vaya quedando como un absurdo hábito obsoleto.

El cartesianismo no puede emplearse ya ni cuando vamos a comprar queso o naranjas, porque hay hasta una cultura del queso y otra de las naranjas, y lógicamente no se puede ser alguien notable en todas las especialidades y multiculturas existentes. El cartesianismo no sólo es que ya no esté en uso, sino que ya sólo forma parte de lo que los listos llaman la "España profunda", aunque en este caso se les entiende perfectamente que quieren decir "pobre y cateta", que ni siquiera se ha acercado a los saberes actuales que ya han reducido a polvo el pasado entero, incluida la manía de pensar conceptos claros y distintos, y de expresarlos del mismo modo. Esto ya está muerto, y ya no podemos volver atrás; y entonces sólo quedan un par de soluciones.

El paternal Estado en el que vivimos, aunque parezca o sea muy moderno, no cabe duda de que mantiene todavía antiguos prejuicios, y, hasta para echar una papeletita en las urnas, nos pide que reflexionemos, y nada menos que durante veinticuatro horas seguidas, que ya dan de sí para pensar. Porque hay, o había por lo menos, una jornada con este nombre de 'reflexión' a ella destinada, y durante la cual no se podía decir ni chus ni mus, ni echar a andar hacia la izquierda o hacia la derecha, porque tal cosa podía inducir pensamientos y torcer voluntades. Y esto porque ese paternal y neutro Estado, y también los partidos y colectivos que se presentan al concurso, parecen entender que son tan intrincados y filosóficos los problemas que nos plantean, que necesariamente tendríamos que hacer análisis y valoraciones muy complejas. Pero ya digo que éstas son como supervivencias del pasado, cuando había filosofías políticas y principios; porque, luego, y, por supuesto ya para estas fechas nuestras, todo se ha simplificado mucho.

Los partidos políticos, por ejemplo, funcionan ahora, en todas partes, como una empresa a la hora de vender. Se identifican sencillamente con un logotipo o una 'denominación de origen', como cualquier otra mercancía, y ya sabe todo el mundo a qué atenerse, tanto los altos directivos que son los que ponen el logotipo o extienden el certificado de la 'denominación de origen', como los que venden la mercancía en los puestos de la calle, o en la tele. Se pone una flecha señalando hacia dónde está tal logotipo o tal otro, y tal denominación de origen o tal otra, y ya está hecho todo; y con poco gasto, sobre todo de neuronas.

Y el segundo método o solución, en fin, para no andar con pensares, ni cabildeos, ni cartesianismos, consiste en informar seriamente de que, en vista de las dificultades y desánimos existentes para pensar cada uno pensamientos propios, ya ha habido quienes han sacrificado sus vidas pensando por nosotros, y como son algo así como profesionales o están dentro de la 'cultura del pensar', pues saben muy bien lo que hacen, y lo que hacen lo hacen muy bien, y lo mejor por nuestra parte es firmar, poner el dedo o dar el voto. Tras tanta bruma y gnosticismo, esto de los logotipos o denominaciones de origen resulta algo estupendo. Por fin vemos la luz y respiramos, y es todo un invento.

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