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A lo mejor se nos está acabando el tiempo
Un afamado director de comunicación, de profesión periodista, me preguntaba días atrás qué había hecho durante el último fin de semana.
Le respondí que unos ejercicios espirituales de corte ignaciano, unos días de encierro en perfecto silencio. En definición de Lázaro Carreter, «el colmo de la maravilla».
Lo comprende de inmediato: «Si tiene que ser maravilloso estar unos días a solas, en silencio, planteándose cosas». Presiento la deriva y me apresuro a aclarar: «No, no estuve hablando conmigo mismo ni replanteándome la vida». A estas alturas estamos como para replantearnos nada. Estuve rezando y la oración del cristiano no consiste en permanecer en silencio sino en hablar con Dios. Es diálogo, no meditación, ni monólogo. El hombre habla y Dios responde.
Mi interlocutor es mejor periodista que yo, con mejor historial, más prestigio profesional, más experiencia, más conocimientos, más sabiduría. Pero lo que le estoy diciendo no se lo tendría que enseñar a mi abuela, que dejó la escuela a los seis años. Mis dos abuelas sabían muy bien que la oración era diálogo entre la criatura y el creador, no relajación.
Lo que quiero decir es muy sencillo: me asombra la incapacidad de la sociedad actual para comprender la doctrina más elemental que, una par de generaciones atrás, un gañán tenía claro desde la infancia. Los apóstoles no enseñaron el pecado sino la redención, predicando a unos hombres a lo que nadie tenía que convencer de que eran pecadores. Los misioneros predicaron la paternidad divina a unos personajes que podían creer en ídolos malvados pero que jamás se plantearon la vulgar osadía de creerse dueños de sí mismos, como si pudieran dar sentido a su propia peripecia vital, como si alguien les hubiera pedido permiso para venir a la existencia. Hoy, sospecho que, por vez primera, esto no es así. Y resulta una triste novedad.
Como mucho, cuando se habla de Dios, si es que se habla, gente muy instruida se queda en lo numinoso, y eso no da para mucho. Ninguna espiritualidad consuela al hombre, Cristo sí.
Y todo esto recuerda aquello de «cuando vuelva el hijo del hombre, ¿encontrará fe sobe la tierra?».
Parece claro que Juan Pablo II embridó un caballo desbocado y, en pocas palabras, dejó preparada a la Iglesia para un final de ciclo, de ciclo largo. Era el filósofo capaz de recrear cosmovisiones —las cosmovisiones no las crean ni los filósofos ni los teólogos, sólo los santos—, de poner orden en el caos relativista de los modernos, en salvar lo salvable de la modernidad, —que no era mucho— y volver a encajar las piezas, antes de que le progresismo penetrara en el manicomio al que se dirigía. Digamos que el alma, cabeza y corazón del irrepetible papa polaco retrasó el ingreso en el loquero de la mayor parte de la humanidad.
Al filósofo Wojtyla le sucedió el teólogo Ratzinger. Ya es significativo que el uno comenzara su pontificado con un «No tengáis miedo» y el teólogo con el «Dios es amor». Clarificados los conceptos, desatados los nudos gordianos, aclarado que el hombre es libre y puede alcanzar en su vida mucho más que la satisfacción, la plenitud, Benedicto XVI ha encontrado el campo abonado para convertir la doctrina en libro vivo, para decirnos que a partir de ahí ya no hay nada que aprender y mucho que disfrutar: del amor de Cristo.
Digamos que pasó la hora del debate y llega la de la experiencia. Es decir, que hay que elegir. En términos históricos, a lo mejor ésta es la última oportunidad. No hablo de Apocalipsis, porque, para cada cual, el fin del mundo no es más que su propia vida y su propio tránsito, pero algo hay de verdad en que estamos en una especie de fin de la historia o de fin de la historia moderna. Es cierto que la historia de la humanidad es la historia de la libertad humana, apotegma que siempre alabaré hasta donde sea preciso, pero también lo es de la Providencia. Diría que se no se acaba el tiempo, es decir, el tiempo para elegir, y está llegando el momento de vivir. Es hora de tomar la gran decisión: con Cristo o contra él. Porque se acaba el tiempo y comienza la eternidad. Y mejor que se acabe, porque si no se acorta, «no se salvarían los elegidos». Si se piensa en la legión desertores, algunos veteranos de décadas en el servicio, el panorama resulta un tanto inquietante. Pero no se apuren. Nuestro lema es: «De derrota en derrota hasta la victoria final».
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