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Libertad de conciencia en el espacio público

Coincido plenamente con el filósofo Javier Gomá cuando dice que lo único verdaderamente importante de los políticos es su vida privada, pues los políticos, no sólo gobiernan la sociedad aprobando las leyes que rigen su funcionamiento, sino que son "fuente de costumbres cívicas mediante su conducta y ejemplo". Separar, entonces, la esfera pública de la esfera privada de los individuos, como si fuesen dos realidades disociadas, solo nos podría conducir, desde el punto de vista teórico, a una concepción cínica de la cosa pública y, desde el punto de vista práctico, a una vida política esquizofrénica.

Y la realidad es que estamos instalados, por lo general, en un mundo de políticas cínicas y de políticos esquizofrénicos. Cuando la Verdad se da por supuesto que no existe y el relativismo se instala en nuestras conciencias, esa disociación entre lo público y lo privado se produce como una consecuencia inevitable. Como no habría una Verdad, a cualquier proposición le daríamos el mismo valor, "todo es relativo", afirmaríamos, o repetiríamos el sonsonete ese de que "todo depende del color del cristal con que se mira", en fin, que nada sería ni verdad ni mentira. La voluntad de la mayoría se convertiría, al fin y al cabo, en el juez decisor de hacia dónde habría que inclinarse. Tendríamos, en suma, una vida privada que intentaríamos guardar más o menos celosamente, según fuese nuestro grado de pudor, que constituiría nuestra verdadera idiosincrasia, y otra vida, pública, que no tendría porqué coincidir con esa esfera privada y que adaptaríamos según fuese la tendencia del momento. La política estaría determinada por el denominado "sociologismo" y no por las convicciones. En suma, habríamos abandonado el espacio de la conciencia en brazos de una pretendida voluntad mayoritaria. Esa esquizofrenia nos llevaría a defender, por ejemplo, con fuerza la escuela pública pero enviaríamos a nuestros hijos a convenientes colegios privados. Recuerdo cuando un conocido líder de la izquierda, al ser preguntado porque enviaba a sus hijos a colegios privados, contestó sin pensárselo dos veces que "porque mis hijos no tienen la culpa de tener un padre comunista".

Puedo hablarles de mi experiencia personal, como hombre público que estuvo sometido a los focos de distorsión de la vida política y que ha procurado expresarse con libertad de conciencia. Los partidos políticos tienen algo diabólico y es eso que se denomina "disciplina de voto" que en tantas ocasiones no encierra otra cosa que temor a la libertad. Los partidos políticos tienen unos puntos programáticos y resulta lógico que, de acuerdo con ellos, a quienes se adhieran al partido se les pida que actúen en consecuencia con esos programas. Pero hay muchísimas cuestiones que los partidos políticos deberían dejar al libre criterio de sus afiliados. Ese libre criterio tendría que ser especialmente cuidadoso para quienes son los depositarios de la soberanía nacional, es decir, para los diputados. Téngase en cuenta, por lo que a nosotros afecta, que el artículo 67.2 de la Constitución española afirma que "los miembros de las Cortes generales no estarán ligados a mandato imperativo", siendo, en cambio, la realidad totalmente distinta.

Hay algo que no funciona bien en nuestros sistemas políticos democráticos, especialmente en los de Europa continental En Gran Bretaña o en los Estados Unidos la representación tiene un carácter más directo y que favorece en mayor medida la libertad de conciencia. Ese espectáculo deprimente de tantas y tantas personas que se sabe privadamente lo que piensan sobre determinadas materias pero que, en cambio, votan lo contrario porque un señor levanta uno, dos o tres dedos resulta desalentador. Y es precisamente esa falta de debate político interno en el seno de los partidos sobre cuestiones esenciales que afectarían a la conciencia de los individuos -educación de los hijos, eutanasia, aborto, investigación con células madre, etcétera- lo que hace que la sociedad desconfíe de su clase política y la califique de hipócrita o cínica en el mejor de los casos, o directamente mentirosa, en el peor. Hay políticos que en los medios de comunicación se expresan de una manera y en el Parlamento de otra. Igual que hay líderes sociales o empresariales que en público dicen una cosa y en privado manifiestan la contraria. El Papa ha manifestado recientemente que "la tolerancia que admite a Dios como opinión privada, pero lo niega públicamente, no es tolerancia sino hipocresía".

¡Libertad y conciencia! Parece que no es posible unir ambos conceptos en el espacio público. "La libertad existe para que cada uno pueda diseñar personalmente su vida y, con su propia afirmación interna, recorrer el camino que responda a su naturaleza", le contesta el Cardenal Ratzinger al periodista Peter Seewald. Y a la pregunta sobre si la libertad es un don o una gracia, Ratzinger responde que es "un don de la creación". Pero si son otros quienes diseñan nuestras conciencias habremos derrumbado la libertad haciendo añicos, por lo tanto, uno de los pilares básicos de la creación. Quizá en esto, en la falta de libertad que trae inexorablemente y como consecuencia la anulación de la conciencia, resida la causa de la pérdida de convicción que se va apoderando de los europeos sobre su propio sistema político. Desde el momento en el que adecuamos y supeditamos nuestras conciencias al dictado de las dictaduras de las encuestas, nos habremos cargado la libertad y, como consecuencia de ello, el sistema democrático en cuya protección se basa. O se basaba. Es decir, al sustituir libertad individual por criterio de partido o de gobierno, y persona por nación o comunidad nacional, anulando en ambos casos la conciencia, estaremos negando, de un plumazo, la libertad.

Ciertamente se trata de una visión muy desesperanzada de la vida pública, una vida pública que encorsetaría la libertad y acabaría anulando la conciencia. Y cuando no existe conciencia, o esta ha sido anulada por la pérdida de la libertad, emerge con todo su potencial destructor el relativismo, esa dictadura que con tanta fuerza denunció el Cardenal Ratzinger, en la misa de inicio del Cónclave, cuarenta y ocho horas antes de ser elegido Papa. Y del relativismo surge, como hijo bastardo, hijo al cabo, el nihilismo. Lo que ha ocurrido en Francia, según el lúcido análisis del filósofo André Glucksmann sería el resultado de esa confluencia de los dos fatídicos vectores que parecen dominar nuestro escenario político: el cruce de relativismo y de nihilismo en cuyo punto de intersección se produce la explosión letal.

Pero hay otra forma de hacer política o de instalarse en el espacio público. Creo sinceramente que sí es posible pertenecer a un partido político o bien ocupar una situación preeminente en la sociedad y, a la vez, no renunciar a la propia libertad de conciencia. ¡Qué menos! En el espacio público es posible expresarse con libertad de acuerdo con el dictado de nuestra conciencia, aunque ello pueda traer consigo consecuencias imprevisibles. Recordemos, por ejemplo, lo que le pasó a Rocco Buttiglione el año pasado por manifestar, simple, clara y llanamente que coincidía con la doctrina católica en materia de moral y en la concepción de la familia y el matrimonio. Decir, por ejemplo, que el denominado matrimonio homosexual no sólo es una extravagancia sino una contradicción terminológica, es motivo para impedir acceder a una persona a determinados cargos públicos. Recordemos, también, el linchamiento mediático del que fue objeto el médico Aquilino Polaino por decir verdades evidentes que eran distorsionadas de forma sistemática. O analizar con rigor las consecuencias que se derivarían de la aplicación del Estatuto de Cataluña, tal y como está redactado, es falseada por aquellos mismos que debieran hacer su crítica. Así, un político que se autocalifica de democratacristiano sostuvo desde el Congreso de los Diputados en el debate sobre el Estatuto que constituía una "infamia" (sic) hablar de aborto libre, de eutanasia o de formas extravagantes del matrimonio refiriéndose al Estatuto, aunque a los pocos días esa misma "infamia" fuese pronunciada por el Arzobispo de Toledo y Primado de España, Monseñor Don Antonio Cañizares.

Hemos dicho que la democracia en América es otra cosa distinta a cómo la entendemos en Europa continental o, concretamente, en España. Hace unos días pudimos leer en los periódicos, que una revuelta de 25 congresistas republicanos había frenado los planes del Presidente de los Estados Unidos para explotar el crudo del Ártico. "En lugar de eliminar décadas de protección de estas tierras, deberíamos concentrarnos en las fuentes de energía renovable, combustibles alternativos o sistemas más eficientes, pues ahorrarían más energía que la que sacásemos de la reserva", le argumentó a Bush el representante republicano por New Hampshire, Charles Bass, cabecilla de los rebeldes. ¿Alguien puede imaginarse una rebelión en las filas del partido socialista, encabezada por un diputado, pidiéndole a Zapatero que no siga apoyando la reforma del Estatuto de Cataluña dado que los hipotéticos beneficios que reportaría su modificación no tendrían parangón con la catástrofe que va a significar la voladura de la Constitución?

Este año conmemoramos el segundo centenario del nacimiento de Alexis de Toqueville, un aristócrata intuitivo que previó la debilidad de la sociedad democrática: el irrefrenable deseo por la igualdad puede amenazar la libertad. Toqueville anticipó lo que es un axioma perverso de nuestra sociedad relativista: si todos somos iguales no existe una opinión más cualificada que otra. Y ante ese desolador panorama sólo podremos salvarnos encerrándonos en nuestra propia individualidad. Pero si hasta la individualidad pretenden manipularnos mediante la anulación de nuestras conciencias, ¿dónde buscaremos la salvación? Por fortuna, ante ese Estado omnicomprensivo y orwelliano, ante esos partidos que todo lo quieren controlar, como el gran analista decía, están los "cuerpos intermedios", esas organizaciones que son capaces de impulsar, de forma ordenada, la rebelión social. Quien se opone a las tendencias canónicas de la mayoría, y lo hace, además, de forma osada oponiendo sin miedo, como nos animó tantas veces Juan Pablo II, su libertad de conciencia, resultará quizás un personaje incómodo. Pero será un referente moral lleno de dignidad para la sociedad. Y sólo mediante la suma de muchos individuos incómodos podremos acabar conformando un mundo más libre.

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