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Apertura de curso en Ratisbona

Pasan los días y, más allá de deslecturas y desencuentros, el alcance real de las palabras del Papa en Ratisbona se va decantando. Yo sólo quiero fijarme en un aspecto de la lección verdaderamente magistral del Papa, la de las premisas del auténtico diálogo.

Siendo el cardenal Ratzinger, mantuvo un diálogo con el filósofo Jürgen Habermas, y fue posible porque había unos presupuestos mínimos compartidos sobre la naturaleza y capacidad de la razón. Entre ellos el de que se puede aspirar racionalmente a la verdad sobre el hombre y la sociedad, que la razón ha de ser una luz para la vida humana, para la de aquí y ahora. Siendo Papa acaba de recordar que el cristianismo asume esta convicción de modo necesario, y que por lo tanto está abierto al diálogo con cualquiera que comparta ese audaz mínimo racional. No podía ser de otro modo: no hay auténtico diálogo sustancial que no confíe radicalmente en la razón, como luz que lleva a la verdad, como tampoco hay hierros de madera -frase de Heidegger que paradójicamente quería expresar el presunto sinsentido del diálogo entre fe y razón.

Pero en Occidente llevamos ya un tiempo empeñados en una particular y curiosa cuadratura del círculo: dialogar saltándonos la premisa de lo racional. Hemos escenificado gestos y meriendas que, si bien son necesarios, no pueden ir más allá de lo preliminar y lo cortés; de prolongarse, se corre el riesgo de que una de las partes, de un gesto, se meriende a la otra. Hemos orquestado alianzas de civilizaciones, como una obertura de opereta que se repite ante la ausencia de alguien que surja en el escenario y dé el do de pecho -no dejo de acordarme de esa obra de referencia del teatro del absurdo, Esperando a Godot de Samuel Beckett-. Pues bien, resulta que el Papa toma el micrófono y encuentra un público que, quizás en el fondo, no venía tanto a dialogar como a vigilar al de al lado.

Y Benedicto XVI ha encontrado tres oposiciones: la de quienes no le ven a la razón sentido trascendente alguno, ni capacidad de orientar la vida hacia la verdad, ya que la fe ciega provee de todo lo necesario; la de quienes sólo aceptan una razón instrumental técnica como única verdad, y todo lo demás es prácticamente un ejercicio de gusto estético -''si te va el rollo religioso, o donar sangre, o los bonsáis, pues mola"-; y la -a mi juicio- más triste de todas, la del silencio de quienes -creyentes o no- se encuentran de algún modo en la estela del Papa, pero no realizan sus convicciones por miedo a los primeros y los segundos.

Se acabó el ambiguo y tórrido verano, el curso se acaba de abrir en la Universidad de Ratisbona: hay deberes para todos.

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