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Oriana, «in memoriam»

Ha muerto una luchadora a la que el periodismo se le quedó estrecho. No servía para otra cosa, en la que fue eminente, y en muchos aspectos la mejor. Fue una periodista excepcional, orgullo de la profesión, encarnación viva de esa mezcla misteriosa y aparentemente imposible de escepticismo y pasión que poseen los grandes del oficio, sean directores de periódicos, redactores-jefe, maestros de los más jóvenes, cronistas parlamentarios o corresponsales de guerra como fue ella. Sin mente abierta, convicciones sólidas, distancia de las cosas y pasión encendida, todo a la vez, no puede darse un gran periodista.

Pero a Oriana Fallaci el periodismo, al final de su vida, se le quedó estrecho, y acabó escribiendo libros en el tramo final de su paso por el mundo, consciente ya de que el cáncer se la estaba llevando por delante. Los dos últimos, La rabia y el orgullo y La fuerza de la razón, de lectura obligatoria, son en realidad las dos partes de su último libro, en el que grita las obviedades que la corrección política quiere sepultar: que no todo da lo mismo, que el progreso viene de la mano de la tradición judeocristiana, que la mayor amenaza del mundo es el islamismo fanático.

Oriana se declaraba atea, pero coincidía, sin saberlo porque ya estaba agonizando, con Benedicto XVI, cuando éste decía esta misma semana en Ratisbona (con maneras enteramente opuestas a ella, con voz dulce y rigor intelectual inexpugnable) que matar en nombre de Dios va contra la razón y contra Dios. Ella y el Papa han levantado oleadas de indignación, porque han hablado con un amor in-sobornable a la búsqueda de la verdad.

Ahora Oriana Fallaci ya está en la presencia de Dios. Ya ha encontrado la Verdad.